Murray Bookchin
Murray Bookchin

Murray Bookchin (14 de enero de 1921 – 30 de julio de 2006). Historiador, profesor universitario, investigador  y activista anarquista estadounidense, es autor de una extensa colección de libros sobre historia, política, filosofía, asuntos urbanísticos y ecología. En los años noventa, Murray Bookchin, junto a su compañera Janet Biehl, elaboró una de las propuestas más interesantes e innovadoras sobre la manera de afrontar, desde una óptica libertaria, el proyecto de transformación revolucionaria de la sociedad. Esta propuesta está plasmada en el libro Políticas de la ecología social: municipalismo libertario editado en Barcelona en 1998 por la Editorial Virus.

Tesis I

Históricamente, la teoría y la práctica social radical se han centrado sobre las zonas de la actividad social humana: el lugar de trabajo y la comunidad. A partir de la creación del Estado-nación y de la Revolución industrial, la economía ha ido adquiriendo una posición predominante sobre la comunidad.

Sin embargo, debe hacerse una matización: la fábrica, el lugar de trabajo, ha sido el espacio principal no sólo de explotación, sino también de jerarquía. La fábrica no ha servido precisamente para disciplinar, unir y organizar al proletariado capacitándolo para el cambio revolucionario, sino para esclavizarlo en los hábitos de la subordinación, la obediencia y la penosa robotización descerebrada. El proletariado, al igual que todos los sectores oprimidos de la sociedad, vuelve a la vida cuando se despoja de sus hábitos industriales y entra en la actividad libre y espontánea de comunizar, esto es, el proceso vital que da significado a la palabra comunidad. Entonces los trabajadores se despojan de su naturaleza estricta de clase, que no es si no la contrapartida del estatus de burguesía, y se revela su naturaleza humana.

La idea anárquica de comunidades descentralizadas, colectivamente gestionadas, estatales, y con una democracia directa y la idea de confederación de municipalidades o comunas, habla por sí sola, así como en una formulación más expresa a través de los trabajos de Proudhon y Kropotkin, expresando el papel transformador del municipalismo libertario como una columna vertebral de una sociedad liberadora, enraizada en el principio ético antijerárquico de una unidad de diversidad, autoformación y autogestión, complementariedad y apoyo mutuo.

Tesis II

La Comuna, como municipalidad o ciudad, debe evitar un papel puramente funcional de un estado económico, en el que los seres humanos no tienen oportunidad de realizar actividades agrícolas, sino pasar a ser centro de imposición (usando la terminología de Lewis Munford) que realce las comunicaciones sociales internas y el acercamiento de los miembros de la misma, de modo que se demuestre su función histórica transformando esa población casi tribal, unida por lazos de sangre y por costumbre, en un cuerpo político de ciudadanos unidos por valores éticos basados en la razón.

Esta función abiertamente transformadora, atraerá al extraño y al no miembro al interior de un denominador común con el tradicional genoi, creando así una nueva esfera de interrelaciones: el reino del polissonomos, literalmente la gestión de la polis o ciudad. Es precisamente a partir de esta conjunción de nomos y de polis que deriva la palabra política, una palabra que ha sido desnaturalizada y convertida al estatismo. Igualmente, la palabra polis ha sido reconvertida como Estado. Estas distinciones no son meras disquisiciones etimológicas. Reflejan, por el contrario, una auténtica degradación de estos conceptos, siendo todos y cada uno de ellos de enorme importancia para legitimar fines ideológicos.

A los antiautoritarios les choca y rechazan la degradación del término sociedad entendido como Estado, y tienen razón. El Estado, tal como lo conocemos, es un aparato diferente que se utiliza para dirigir a las clases; es el monopolio profesionalizado de la violencia con la finalidad de asegurar la subyugación y la explotación del hombre por el hombre. Así pues, los antiautoritarios saben cómo las nociones de familia, lugar de trabajo y diversas formas culturales –en el sentido más complejo y antropológico de la palabra cultura–, de asociación, las relaciones interpersonales y, de forma general, la esfera de la vida privada, están, sin paralelismo alguno, totalmente diferenciados, social e intrínsecamente del estatismo.

El surgimiento de la ciudad nos ofrece diversos grados de desarrollo, nos abre la posibilidad del espacio libre de un nuevo civismo, diferenciado de los lazos tradicionales. Asimismo, nos ofrece el reino de polissonomos, la gestión de la polis por un cuerpo político de ciudadanos libres, en resumen, se nos da la posibilidad de la política de una forma diferente a lo estrictamente social y al estatismo.

La historia no nos muestra una esfera de lo político en estado «puro», tampoco nos da una visión mayor de las relaciones sociales a nivel de aldeas y de grupos no jerarquizados, y tan sólo en una época más reciente, ha empezado a mostrarnos instituciones puramente estatistas. Sin embargo, existen aproximaciones a la política, invariablemente de carácter cívico, y que no son, en principio, de carácter social o estatista: la democracia ateniense, las asambleas municipales de Nueva Inglaterra, las asambleas de sección de la Comuna de París en 1793, por citar tan sólo los ejemplos más conocidos. De duración considerable en algunos casos, y efímeras en otros: y hay que admitir totalmente que fueron marcadas por los numerosos elementos de opresión que existieron en aquellas épocas.

Tesis III

Si definimos lo social, lo político y lo estatal como una concepción absoluta y estudiamos la evolución histórica de la ciudad como el espacio en que nace lo político, en forma separada de las ideas, de lo social y lo estatal, estamos entrando en la investigación de unas materias cuya importancia programática es enorme. La época moderna define lo civil como urbanización, lo cual supone una auténtica corrupción de la acción ciudadana, amenazando con englobar los conceptos de ciudad y país, convirtiendo así la dialéctica histórica en algo ininteligible en la actualidad. La confusión entre urbanización y acción ciudadana sigue siendo tan oscura hoy día, como la confusión existente entre sociedad y Estado, colectivización o nacionalización o, en este sentido, política y parlamentarismo. La urbe dentro de la tradición romana, se refería a los aspectos físicos de la ciudad, a sus edificios, plazas, calles… diferenciándose de la civitas, la unión de ciudadanos en un cuerpo político.

Y además surge otra cuestión: ¿tiene la civitas o cuerpo político significado a menos que, literal y protoplásmicamente, tenga un contenido? Rousseau nos recuerda que «las casas forman la urbe, pero que [sólo] los ciudadanos forman la ciudad». Los habitantes de una urbe se conceptúan como simple electorado, o como votantes, o ya usando el término más degradante utilizado por el Estado, contribuyentes sujetos a gravamen. Los habitantes de la urbe se transforman en abstracciones y, a partir de entonces, en simples criaturas del Estado, utilizando la terminología jurídica norteamericana en relación al estatus legal de lo que es una entidad municipal hoy día. Un pueblo cuya única función política es la de votar representantes, no es un pueblo en realidad; es una masa una aglomeración de mónadas. La política diferenciada de lo social y lo estatal, supone la reestructuración de esas masas en asambleas totalmente articuladas, supone así mismo la formación de un cuerpo político dentro de la idea de debate, de la participación racional, la libertad de expresión, y a través de fórmulas democráticas radicales de toma de decisiones.

Este proceso es interactivo y autoformativo. Se puede elegir entre seguir a Marx en la idea de que los hombres se forman a sí mismos como productores de cosas materiales; se puede seguir a Fichte diciendo que son individuos éticamente motivados, o según Aristóteles, decir que son habitantes de la polis; Bakunin decía que eran los hombres los que buscaban la libertad. Pero cuando no existe una presencia autogestionaria en todas las esferas de la vida –económica, ética y política– y libertaria, la formación del carácter que transforma al hombre de objeto pasivo en sujeto activo es, lamentablemente inexistente.

El lugar donde se desarrolla lo civil, tanto si es la polis, la ciudad o el vecindario, es la cuna de la civilización humana, tras el proceso de socialización que supone la familia, y para complicar aún más las cosas, la civilización civil, es simplemente otra forma de politización, convirtiendo una masa en un cuerpo político, deliberativo y racional. Para llegar a este concepto de civitas se presupone que el ser humano es capaz de reunirse, superando a las mónadas aisladas, puede debatir directamente mediante formas de expresión que vayan más allá de las simples palabras, y que razonen en forma directa, cara a cara, llegando pacíficamente y en común a puntos de vista que permitan tomar decisiones factibles, llevándose realmente a cabo mediante principios democráticos. Para formar estas asambleas, y que además funcionen, es necesario que los propios ciudadanos se formen también, ya que la política es baladí si no tiene un carácter educacional y si esa idea de nueva apertura no está promoviendo un carácter formativo.

Tesis IV

Como decía V. Gordon Childe, la revolución urbana fue un cambio tan grande como la revolución agrícola o la revolución industrial. La urbanización puede completar aquello que los césares romanos, las monarquías absolutas y las repúblicas burguesas no pudieron –destruyendo incluso la herencia de la propia revolución urbana–, sin embargo, esto aún no ha tenido lugar. Antes de entrar en las implicaciones revolucionarias de las aproximaciones al municipio libertario y de volver sobre política libertaria, es necesario estudiar un problema teórico. La realización de la política diferenciada de la simple administración. En este punto, Marx, en sus análisis sobre la Comuna de París de 1871 ha construido una teoría social radical de considerable imperfección. La combinación existente en la Comuna, de política delegada con la acción de política realizada por los propios administradores, hecho que Marx celebró profusamente, supuso el mayor fracaso de esta revolución. Rousseau, con bastante razón, planteaba que el poder popular no se puede delegar sin que se destruya. O bien se tiene una asamblea popular que ostenta todos los poderes, o bien esos poderes los ostenta el Estado. El problema del poder delegado, infectó por completo el sistema de consejos. Los soviets (Raten), la Comuna de 1871, Y naturalmente los sistemas republicanos en general, tanto de carácter nacional como municipal. Las palabras democracia representativa son una contradicción terminológica. Un pueblo no puede constituirse en polissonomos, realizando la designación del nomos creando legislación o nomothesia delegando en cuerpos que excluyen el debate, el razonamiento, y la forma de decisión que caracteriza la auténtica identidad de la política. No menos importante es la no entrega a la administración –mera ejecución de la política– del poder de formular que debe ser administrado sin entrar en la actividad habitual del Estado.

La supremacía de la asamblea, como fuente de política por encima de cualquier organismo administrativo, es la única garantía dentro de la existencia individual, para que prevalezca la política sobre el estatismo. Tan sólo cuando las asambleas populares, tanto en los barrios de las ciudades como en los pueblos pequeños, mantengan la mayor y más estricta vigilancia sobre cualquier tipo de organismo de coordinación confederal, se podrá elaborar una auténtica democracia libertaria.

El Estado no ha podido absorber nunca, en su totalidad, lo ocurrido en el pasado; este es un hecho descrito por Kropotkin, en El apoyo mutuo, cuando describe el rico contexto existente en la vida civil hasta las comunas oligárquicas medievales. En efecto, la ciudad ha sido siempre el punto opuesto de la balanza frente a los Estados nacionales e imperiales, hasta los tiempos presentes.

La revolución urbana ha acompañado al Estado como un poder doble irreprimible, un desafío potencial al poder centralizado a través de la historia. Esta tensión prosigue hoy en día. Es aquí, en el entorno del individuo más inmediato –la comunidad, el vecindario, el pueblo, la aldea– donde la vida privada se va ligando lentamente con la vida pública, es el lugar auténtico para que exista un funcionamiento a nivel de base, siempre y cuando la urbanización no haya destruido totalmente las posibilidades para ello. Cuando la urbanización haya enmascarado la ciudad de tal manera que ésta carezca por completo de identidad propia, la falta de cultura y los espacios para relacionarse socialmente, cuando le falten las bases para la democracia –no importa con que palabras lo definamos– entonces habrá desaparecido la identidad de la ciudad y la posibilidad de crear formas revolucionarias serán tan sólo sombras de un juego de abstracciones. Por la misma razón, ningún símil radical basado en fórmulas libertarias ni sus posibilidades tienen sentido cuando carecen de la conciencia radical que darán a estas formas contenido y sentido. Démonos cuenta de que cualquier forma democrática o libertaria puede ser transformada en contra del ideal de libertad si se concibe de una forma esquemática, con fines abstractos carentes de esa sustancia ideológica, y de la organicidad a partir de la cual estas formas dibujan ese significado liberador. Además, sería bastante inocente pensar que formas tales como el barrio, el pueblo y las asambleas comunales populares podrían alcanzar el nivel de la vida pública libertaria, o llegar a crear un cuerpo político libertario, sin un movimiento político que fuera altamente consciente, que estuviera bien organizado, y fuera programáticamente coherente.

Sería igualmente ingenuo pensar que tal movimiento libertario podría nacer sin la intelligentsia radical indispensable, cuyo medio está en la vida comunal intensamente vibrante. Y no me refiero al conglomerado de intelectuales anémicos que copan las academias e institutos de la sociedad occidental. A menos que los anarquistas se decidan a desarrollar este estrato de pensadores de menor esplendor, cuya vida pública se transforme en búsqueda de comunicación con su entorno social, en caso contrario, se encontrarán con el peligro real de transformar las ideas en dogmas, y de convertirse en herederos por derecho propio de movimientos y gentes ancestrales, que pertenecen a otra época histórica.

Tesis V

Es indudable que uno puede ponerse a jugar –y perderse– entre términos cómo municipalidades y comunidad, asambleas y democracia directa, perdiendo de vista las clases, étnias, y diferentes géneros que convierten palabras tales como el Pueblo en algo sin sentido, en abstracciones casi oscurantistas. Las asambleas por sectores de 1793 no sólo se vieron forzadas a un conflicto con la Comuna burguesa de París o con la Convención nacional, sino que se convirtieron en un campo de batalla entre ellas mismas, entre los estratos de propietarios y los no propietarios, entre realistas y demócratas, entre moderados y radicales.

Quedarnos exclusivamente en este nivel económico, sería tan erróneo como ignorar las diferencias de clase por completo, y hablar sólo de fraternidad, libertad, e igualdad, como si estas palabras fueran algo más que retórica. Sin embargo, se ha escrito ya bastante para desmitificar los lemas de las gran des revoluciones burguesas; en efecto, se ha hecho tanto en este sentido para reducir estos lemas a meras reflexiones de intereses egoístas burgueses que corremos el riesgo de perder de vista cualquier dimensión popular utópica que tuvieran consigo. Después de todas las cosas que se han dicho sobre los conflictos económicos que dividieron las revoluciones inglesa, americana y francesa, las historias futuras de estos dramas deberían servir mejor para revelamos el pánico burgués a cualquier tipo de revolución; su conservadurismo innato y la proclividad que tienen a comprometerse a favor del orden establecido. También sería de gran utilidad que la historia enseñara cómo los estratos revolucionarios de cada época empujaban a los revolucionarios burgueses mucho más allá de los confines conservadores que éstos establecían, llevándolos a interesantes situaciones de desarrollo de principios democráticos, en los que los burgueses nunca se han sentido demasiado cómodos. Los diferentes «derechos» formulados por estas revoluciones no se consiguieron gracias a los burgueses, sino a pesar de ellos.

Sin embargo, estas tendencias actuales y futuras –de carácter tecnológico, social y cultural, que se agitan y amenazan con descomponer la estructura de las clases tradicionales nacidas de la revolución industrial– nos traen la posibilidad de que surja un interés general diferente a los intereses de clase, creados durante los dos últimos siglos. La palabra pueblo puede volver a incorporarse al vocabulario radical.

El concepto de pueblo puede retomar a nuestra época dentro de un sentido todavía diferente: como un interés general que se forma a partir del interés público en relación a temas ecológicos, comunitarios, morales, de género, o culturales. Sería además muy poco hábil el subestimar el papel primordial de estos intereses «ideológicos» aparentemente marginales.

Tesis VI

Si examinamos cuidadosamente la historia, veremos como la fábrica, criatura de la racionalización burguesa, no ha sido nunca el lugar de la revolución; los trabajadores revolucionarios por excelencia (los españoles, los rusos, los franceses y los italianos) han sido principalmente clases de transición, aún más estratos sociales agrarios en descomposición que se vieron sujetos del último y discordante impacto corrosivo de la cultura industrial, hoy día convertida en tradicional. Así es, en efecto: allá donde los trabajadores están aún en movimiento, su batalla es totalmente defensiva (irónicamente se trata de una batalla por mantener el sistema industrial que se enfrenta con un desplazamiento del capital y un aumento de la tecnología cibernética) y que refleja los últimos coletazos de una economía en decadencia.

También se muere la ciudad –pero de forma muy diferente a la fábrica–. La fábrica no fue nunca un reino de libertad, siempre fue lugar de supervivencia, de la «necesidad», imposibilitando y disecando cualquier actividad humana a su alrededor. El nacimiento de la fábrica fue combatido por los artesanos, por las comunidades agrarias, y por todo el mundo a escala más humana y más comunal. Tan sólo la simpleza de Marx y Engels, que promovieron el mito de que la fábrica servía para «disciplinar», «unir» y «organizar» al proletariado, pudo impulsar a los radicales, ensimismados por el ideal del socialismo científico, a ignorar cuál era el papel autoritario y jerárquico de la fábrica. La abolición de la fábrica por el trabajo ecotécnico, creativo, e incluso por componentes cibernéticos, dirigidos a satisfacer las necesidades humanas, es el desiderátum del socialismo en una versión libertaria y utópica; aún más es una precondición moral para la libertad.

Por el contrario, la revolución urbana, ha desempeñado un papel muy diferente. Principalmente ha creado la idea de humanitas universal y la comunicación de la humanidad a lo largo de unas líneas racionales y éticas. La revolución urbana ha levantado los límites del desarrollo humano que estaban impuestos en los lazos de hermandad, el parroquianismo del mundo pueblerino, y los efectos sofocantes de la costumbre. La disolución de las municipalidades auténticas a manos de la urbanización, marcó un punto muy grave de regresión de la vida social: supuso la destrucción de la única dimensión humana donde se daba la asociación superior, y la desaparición de la vida civil que justificaba el uso de la palabra civilización, así como el del cuerpo político que daba identidad y significado a la palabra política.

La política, tantas veces degradada por los «políticos», y convertida en estatismo, tiene que ser rehabilitada por el anarquismo, y ser devuelta a su significado original en el que suponía una participación y una administración civil, levantándose en contraposición del Estado y extendiéndose más allá de los aspectos básicos de interrelación humana que llamamos interrelación social.

Con un significado totalmente radical, tenemos que volver hacia las raíces de la palabra en la polis, y dentro del inconsciente vital de la gente, de forma que se cree un espacio para una interrelación racional, ética y pública, que, a su vez, dé lugar al ideal de la Comuna y de las asambleas populares de la era revolucionaria. El Anarquismo ha agitado siempre la bandera de la necesidad de una regeneración moral, y la lucha por la contracultura, y en contra de la cultura establecida. Con esto se explica el énfasis que el anarquismo hace sobre la ética y su interés por ser coherente en medios y fines, su defensa de los derechos humanos y de los derechos civiles, así como su interés respecto a la opresión dentro dé cada aspecto de la vida. Sin embargo, su imagen contra institucional ha presentado más problemas. Conviene recordar que en el anarquismo siempre ha existido una tendencia comunalista, no sólo sindicalista o individualista. y que además esta tendencia comunalista ha mantenido una fuerte orientación municipalista, y que puede ser extraída de los escritos de Proudhon y Kropotkin.

El anarquismo está caracterizado por su actitud ante el parlamentarismo y el estatismo. Esta actitud ha sido ampliamente justificada por el curso de la historia, pero también nos puede llevar a una paralización mental que, en teoría, no es menos dogmática que el radicalismo electoral corrompido, en la práctica. Así el municipalismo libertario se construye como política orgánica, esto es, una política que emerge de la base de la asociación superior humana, yendo hacia la creación de un cuerpo político auténtico y de formas de participación ciudadanas.

Estas tesis, apuntan la posibilidad de una política orgánica basada en formas más participativas tan radicales de asociación civil, no excluyentes de la posibilidad de que los anarquistas cambien los cuadros de las ciudades y pueblos, y convaliden la existencia de instituciones democráticas directas y si este tipo de actividad lleva a los anarquistas a los plenos de los ayuntamientos, no hay razón para que tal política tenga que ser parlamentaria, máxime cuando mantiene un nivel civil y está conscientemente opuesta al Estado.

La ciudad no es congruente con el Estado. Ambos tienen orígenes muy diferentes y han desempeñado papeles muy distintos en la historia.

Publicado en Polémica, n.º 66, junio de 1998