En agosto de 1991, entre los días 19 y 21, miembros del gobierno de la antigua URSS, pertenecientes a la línea dura del Partido Comunista, protagonizaron un fallido golpe de estado. Depusieron a Mijail Gorbachov como presidente, pero fracasaron al intentar hacerse con el control del país. El episodio no tuvo más consecuencia que acelerar el proceso de descomposición de la Unión Soviética, que culminó el 25 de diciembre del mismo año cuando Gorbachov dimitió como Presidente de la URSS y la bandera roja con la hoz y el martillo fue arriada del Kremlin.

Ignacio de Llorens, que esas mismas fechas se encontraba en Moscú, relató su experiencia en este artículo para Polémica.

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El lunes 19 de agosto fue un día típico del verano moscovita, caluroso y con cielo plomizo. Después de tres semanas en Petrogrado decidí desplazarme unos días a Moscú para conocer la ciudad. El día 26 debía tomar el tren de regreso a Petrogrado, donde me reuniría con el resto de estudiantes españoles que allí seguíamos un curso de lengua rusa.

La mañana del lunes estuve disputando con funcionarios rusos de diversas ventanillas para obtener billete para el tren de la noche, pero fue imposible; contrariamente a lo usual, los billetes se habían agotado. No tuve otro remedio que coger plaza en el tren de la noche del día siguiente. Para mí eso resultaba un trastorno. Añoraba Petrogrado, la armonía de sus casas y la tranquilidad de sus ríos y canales, y en Moscú ya no me quedaba nada concreto que hacer. A todo ello se añadía un escollo más: había dejado ya la habitación en un pequeño piso de las afueras de Moscú, en la que durante cinco días me había alojado. Apesadumbrado y con mi maleta a cuestas, deambulé por el centro de la ciudad; junto a la avenida Marx que bordea el Kremlin, vi el tráfico cortado y unos trolebuses atravesados en la calzada. Un poco más lejos, un destacamento de tanques y una línea de soldados con metralleta contemplaban el espectáculo. De inmediato pensé en la posibilidad de alguna manifestación, pero muy brutos tenían que ser los gobernantes para disolverla a base de tanques. Llamé a Pilar Bonet, corresponsal de El País, con quien había concertado un cita precisamente para esa tarde. Al otro lado del aparato telefónico una voz cordial y agitada me sacó de dudas: «Ha habido un golpe de Estado. Gorbachov está aislado en Crimea. Esto va en serio. Diez páginas de periódico para mañana». Como era lógico aplazamos la cita para otra ocasión, militares mediante, claro.

No obstante, la actitud de la gente en la calle era sorprendente. Imperaba la serenidad, se acercaban a los soldados, les ofrecían cigarrillos y comentaban la situación distendidamente. De vez en cuando alguien pegaba en las paredes un ukase (edicto) por el cual el gobierno constitucional (Yelsin) solicitaba el apoyo popular para las instituciones y contra los militares y la KGB sublevados.

Llegué a la plaza de la Revolución, que da acceso a la plaza Roja y al Kremlin. Allí se había improvisado una tribuna abarrotada de banderas tricolores rusas. Varios oradores con megáfonos proclamaban la necesidad de resistir y apoyar al gobierno autónomo ruso. La gente coreaba el nombre de Yelsin, mientras que de Gorbachov nadie parecía acordarse. Súbitamente se interrumpió el mitin. Un brusco movimiento de los tanques para echar a la gente de la plaza sembró el pánico. Creo que a todos se nos vino a la cabeza lo ocurrido en Tiananmen. Yo recordaba que Volin, el anarquista ruso, contaba que durante los sucesos del domingo sangriento de 1905, estuvo a punto de morir, pero no por las balas de las tropas zaristas, sino cuando una voluminosa matrona rusa lo aplastó contra el suelo. Por si acaso, procuré evitar las matronas.

Enterándome a medias de la situación, pues mi precario ruso no daba para más, puse rumbo a la embajada, no demasiado lejos, por si encontraba paisanos con quienes comentar lo ocurrido. De paso, pediría a los de la embajada que hablasen con mi casero para que me alquilara de nuevo la habitación, pues el pobre estaba medio sordo y se empeñaba en hablar solamente ruso, por lo que me resultaba imposible entenderme con él.

Enfilo, pues, la calle Herzen, donde está afincada la embajada. Una hilera de tanques monta guardia por si resulta necesario cortar el paso hacia la plaza a los eventuales manifestantes que por allí intentaran huir. Con mi escaso ruso comento con una señora que camina por la acera: «¿A dónde quieren llevar al país? Están locos». Y llevado por la emoción le recito el único verso ruso que me sé: «Oh Rus maia!, ¡Oh jena maia!» (Oh, mi Rusia; Oh, mi esposa) de Alexander Blok. La mujer aprueba con la cabeza, señala los tanques con los brazos y vuelve su rostro hacia mí: está a punto de llorar. Un poco más adelante oigo voces hispanas. «¡Hombre, paisanos! –digo para mí– ¡A ver qué saben!». Me dicen que vienen de la embajada. Les han informado sotto voce que corre el rumor de que Gorbachov está muerto. Me dicen que la puerta de entrada está cerrada, pero que llame por las ventanas para que me abran la puerta lateral, pues los guardias rusos no me dejarán entrar. Ya me veo haciendo de espía. Conforme diviso el caserón pienso la táctica a seguir. La verdad es que eso de «llamar con el ala en los cristales» por decirlo a lo Bécquer, me parece un poco ridículo. Prefiero aventurarme a pasar normalmente el control.

El guardia ruso de la entrada me pide el pasaporte, ¡qué menos! Mi pinta de barbudo con greñas es más de ruso que de español. Y luego de comprobar mi nacionalidad, me franquea el paso con una sonrisa. En el fondo lamento perder la ocasión de hacer de espía. Antes de llamar al timbre de la puerta oigo una voz desde el interfono: «¿Qué quiere?». Le contesto en mi mejor castellano y me deja entrar. Les explico la situación. Viene a recibirme el vice-embajador, o como se llame al segundo de a bordo. Me explica que el embajador no está y él debe hacer frente a todo, y se va por el pasillo rápidamente a ponerse al frente de todo. En caso de que no encuentre alojamiento me brindan algún sofá de la embajada; algo es algo. Por suerte, la intérprete consigue convencer a mi casero y tengo asegurada cama la próxima noche. La verdad es que con el toque de queda, paseando por las calles con la maleta a cuestas y enterándome de la misa la mitad, lo mejor que puedo hacer es poner mi esqueleto a buen recaudo. Sin embargo, antes intentaré llamar a casa para tranquilizarles, pues seguro que los medios de comunicación deben estar alarmando más de la cuenta.

En el vestíbulo del hotel Inturist, donde una habitación cuesta la friolera de 200 dólares la noche, una larga cola de espera se extiende ante las cabinas de llamadas internacionales. Casi todos son italianos. Por todo el vestíbulo se oyen los gritos: «¡Mamma, mamma, sono io!», pero las líneas están bloqueadas. Así es que emprendo la retirada. Una última mirada a la plaza de la Revolución: la situación no ha cambiado. Seguramente los militares están esperando a las primeras horas de la madrugada para echar a los que no se hayan ido y reconquistar por completo la plaza.

Llego, tras hora y media de metro y trolebús, a mi habitación. Alexei, mi casero, que lleva tatuado en el brazo un pedazo de queso y una botella de vodka, me acoge cordialmente. Nos disponemos a ver los informativos de la Televisión, y justo a tiempo empieza la rueda de prensa de la junta golpista. ¡Vaya caras que gastan! Suspensión de las libertades, las pocas que existen, durante seis meses; todos los partidos disueltos, salvo el comunista, claro, como ya Lenin y Trotsky hicieron en marzo de 1918; se muestran dispuestos a solucionar el problema de las repúblicas autonomistas, o sea que van a mandar la tropa en el más puro estilo soviético. Con semejantes buenas nuevas despedimos el día.

¡A las barricadas!

Por la mañana del segundo día del golpe me despido definitivamente de mi casero. Al llegar de nuevo al centro de la ciudad observo cómo los militares se han adueñado de la plaza de la Revolución «aprovechando las sombras de la noche». Después de una larga espera consigo llamar a casa. En efecto, la prensa ha alarmado más de la cuenta, pero ¿Cómo dar las imágenes de los tanques enseñoreándose de las calles y no levantar la alarma? Después de cumplir con el respetable deber de tranquilizar a la familia decido meterme lo más posible en harina. El momento histórico bien lo merece.

Saliendo del hotel Inturist veo nutridos racimos de gente que suben por la calle Gorki, y al fondo diviso una bandera rojinegra: «¡al fin los míos!». Me uno rápidamente a ellos. Son los muchachos de la KAS (Confederación Anarcosindicalista) con quienes había estado hacía unos días. Me sumo a ellos y ya somos media docena, sin contar la bandera. Le pregunto a Sacha Shubin, un joven historiador que habla un poco de español, por el resto de compañeros de la KAS, pero me dice que no sabe donde están y que ya irán viniendo. Nos dirigimos calle Gorki arriba hacia el Ayuntamiento, adonde llegamos tras sortear una línea de tanques. Desde el balcón del Ayuntamiento, el alcalde, un tipo bajito y enérgico con nombre de payaso, Popov, se muestra rotundamente contrario al golpe. Después habla Shevernadze con voz grave y cadenciosa. La gente le escucha en silencio y respeto.

Sacha ha estado repartiendo las escasas hojas que ha podido imprimir. Bueno, de hecho, no ha tenido que repartirlas; se las han arrebatado de las manos. En las hojas se expone la declaración de la KAS llamando a la huelga general. También el gobierno autónomo ha proclamado la huelga, aunque con cierta timidez. Ya se sabe: los gobiernos siempre acuden al pueblo para pedirle ayuda, pero siempre temiendo que éste se desmande, es decir, literalmente que deje de ser mandado, y a eso en el fondo se le tiene más miedo que a todos los militares juntos. Después de haber oído al ex-ministro del cautivo Gorbachov ponemos rumbo al Parlamento ruso, donde dicen que se han levantado barricadas. Así es que a la velocidad de zancada rusa, que viene a ser la triple de la hispana, nos damos un largo paseo por las calles de Moscú, en una suerte de gira de propaganda. La bandera abunda más que nosotros y sirve de reclamo para que se nos vaya acercando la gente a preguntarnos quiénes somos. Sacha les explica a todos brevemente el programa de las KAS: soviets libres, autogestión; ni burócratas ni burgueses: libertarios. La gente se queda un poco perpleja. Yo decido participar activamente en las tareas de propaganda, me cuelgo en la solapa la insignia con el retrato de Tolstoi que he comprado en el museo dedicado al autor de Guerra y paz, y, señalándola con el dedo, les digo que somos como Tolstoi. La gente se queda más perpleja todavía y yo he conseguido extender la perplejidad a mis propios compañeros. Pero cada quien hace la propaganda a su manera.

Al fin llegamos a la sede del Parlamento. ruso, donde se ha concentrado un cantidad ingente de personas. Calculamos a bulto medio millón. Desde el balcón engalanado con la bandera tricolor rusa se suceden los discursos, recibidos siempre con aplausos. De nuevo habla Shevernadze, que tiene el don de la ubicuidad. Después se dirige a los presentes el esperado Yelsin. Me sorprende ver la conciencia cívica de los rusos: cerca de donde nos hemos instalado hay montones de chatarra y varios desniveles de terreno. Para evitar una posible avalancha de gente se ha organizado espontáneamente una cadena de personas dándose las manos e impidiendo que la gente que no cesa de llegar se instale en los sitios peligrosos.

El mitin se da por terminado. Empiezan a organizarse los grupos que defenderán las barricadas con las que quieren impedir que los tanques tomen el Parlamento. Con el auxilio de megáfonos se pide a la gente solidaridad para los que permanezcan por la noche, y se recoge dinero y todo tipo de municiones: cigarrillos, alimentos, medicinas… Es digno de ver cómo un pueblo sumido en la miseria se vacía los bolsillos hasta el fondo para contribuir con más de lo que puede.

Hemos divisado al otro lado de la plaza unas toldas libertarias y nos apresuramos a unirnos. Nos reciben con alborozo. Son una cincuentena que están junto a una pequeña barricada que han levantado la noche anterior. Nos ofrecen las viandas de que disponen: pan, pepinos, tomates… Como ya ha entrado la tarde y todavía no hemos probado bocado, consigo improvisar un delicioso «pa amb tomaquet a la barricada» que está riquísimo. Solventado mínimamente el duro problema de la intendencia, echo una mirada alrededor. La gente que empieza a disolverse tras el mitin, se nos queda mirando; de hecho somos un buen espectáculo, lo que en el viejo y corrupto Occidente se ha dado en llamar «tribus urbanas». La mayoría son jóvenes, algunos adolescentes. Todos están entusiasmados.

La presencia de un «compañero español» junto a ellos les llena de júbilo, y poco a poco acabo estrechando las manos de todos. Los más audaces intentan, sin temor a mi precario ruso, cruzar algunas frases conmigo. Me hablan de Buenaventura Durruti, así, con el nombre de pila y todo. Y uno de ellos, que conoce cuatro palabras de castellano, sabe que hay un himno anarquista español que se llama «A las barricadas»: por suerte para mí, me dispensa de cantarlo. Igor, el joven que ha estado cargando con la bandera por las calles de Moscú, anota los nombres y la ciudad de procedencia de cada uno de los combatientes, y me concede el honor de figurar en la lista. Luego va a ponerse de acuerdo con el resto de grupos que van a defender el Parlamento.

Al regresar, nos comunica que se nos ha asignado la defensa de las tres barricadas de la calle Novi Arbat. Y allá que nos dirigimos a zancada rusa y cantando canciones.

Nuestro campo de batalla es muy ancho, pero las barricadas son también considerables, una de ellas está formada por varios trolebuses. Nos aprestamos antes que nada, a poner las banderas; que no quepa duda de quienes van a estar luchando. Nos hemos subdividido en varios grupos de una decena cada uno. Casi todos desaparecen en busca de proyectiles con que defender las barricadas y para explorar el terreno. Yo formo parte del grupo que se queda en la barricada que hace las veces de cuartel general. Iulia Chepeltova, una joven y delicada compañera que formaba parte del grupo inicial de media docena y que habla muy bien el francés, se queja: tantos años soñando con estar en las barricadas y ahora la han dejado al cuidado de bolsas y otros enseres; hasta en las barricadas hay machismo. La intento consolar diciéndole que nuestra misión es más importante: somos la referencia de todos los grupos y quienes hemos de explicar nuestras ideas a la gente. Efectivamente, los viandantes se acercan constantemente a preguntarnos quiénes somos y volvemos a la carga. Yo, por supuesto, con la insignia de Tolstoi. Un grupo de compañeros vienen a buscarme, se les ha acercado un periodista ruso y quieren presentármelo; ahí que voy. El hombre se sonríe y comenta: «Antes fueron los rusos los que iban a España a luchar; ahora son los españoles los que vienen aquí». Yo asiento, como dando a entender que después de mí hay una muchedumbre de españoles prestos a defender las barricadas rusas.

Poco después veo como todos los compañeros se arremolinan en torno a un tipo de aspecto muy occidental. Me informo y resulta ser un cantante ruso de rock, muy conocido, y del que todos quieren tener un autógrafo. Una muestra más de esa mezcla de fiereza e ingenuidad que me ha parecido encontrar en casi todos los rusos, y desde luego entre los jóvenes compañeros. El cantante se despide, asegurándonos que él también es anarquista. ¿Cómo no?…

Sin proponérmelo he acabado siendo una especie de atracción. No hay curioso que se acerque a la barricada al que no me presenten: «Tenemos con nosotros a un compañero español», y allá que voy yo con mi insignia.

Pero pronto va a entrar la noche y tengo que despedirme, Petrogrado me espera. Las noticias que han llegado sobre la ciudad del Neva son confusas y alarmantes. Se dice que allí han empezado ya los combates. Unos estudiantes de ruso en Moscú con quienes he hablado por la mañana en la cola del teléfono me han asegurado que en la embajada estaban preocupados por los estudiantes de Petrogrado, pues allí no hay consulado. Tal vez mis colegas estén dirigiéndose a Moscú para salir del país antes de que cierren el aeropuerto, cosa que temen todos los extranjeros. Pensé que no podía hacer otra cosa que arriesgarme a volver a Petrogrado. Si me quedaba en Moscú corría el riesgo de tardar varios días en volver a encontrar billete de tren, si es que los trenes seguían funcionando. Así es que me apresté a despedirme de los compañeros.

Me alejé de las barricadas de Moscú sin saber si acertaba o no con mi decisión. Todavía pude ver grupos de ciudadanos de todas las edades y profesiones colaborando codo con codo en la preparación de más barricadas, cargando con bancos, maderas, hierros… La batalla de la noche se avecinaba.

El triunfo de Petersburgo sobre Leningrado

Rusia es un país sorprendente. Tuve ocasión de comprobarlo una vez más cuando llegué a la estación de tren. La llovizna que había empezado a caer al final de la tarde, había embarrado los patios, plazoletas, andenes y otros aledaños de la estación. Dentro de ésta, una muchedumbre de todas las razas, cada quien con su miseria a cuestas, atestaba las salas de espera que olían a establo. Así es que elegí el barro. Estaban recogiendo los últimos tenderetes de flores, helados, libros… cuando una banda de música de al menos una docena de virtuosos empezó a tocar. Rápidamente se formó un corro de gente, y sin más dilación, como movidos por un resorte interior o por invisibles hilos de marioneta, media docena de viejas vendedoras de flores, babuchkas, enjutas y bajitas, empezaron a bailar. La gente se reía tímidamente, mientras algún joven más o menos cargado de vodka intentaba formar pareja de baile con alguna viejecita bailarina. Hubo conatos de peleas entre los varones danzantes. Huyendo del acoso de un espontáneo que quería asirla de la cintura, una de las viejas tiró el bote con la recompensa de los músicos; todos recogieron el precioso botín sin dejar de bailar al mismo tiempo. La escena era digna de Viridiana de Buñuel. No muy lejos de ahí, en el otro lado de la ciudad, se ultimaban las barricadas. De una forma u otra el pueblo ruso parecía al fin rebosar de vitalidad.

En la litera del tren, después de un reparador vaso de té, intenté pensar en las imágenes que me venían a la cabeza. Desde que había pisado el suelo ruso me había estado preguntando si el pueblo de las novelas de Tolstoi, Dostoievski, Turgueniev… habría sido capaz de sobrevivir al secuestro y persecución impuesto por el régimen totalitario. En las barricadas de Moscú había visto a ese mismo pueblo indignarse, colaborar entre sí, sonreír, saber mantener la serenidad… toda una lección. Al llegar a Petrogrado encontré a la gente más inquieta y despierta. El torpe golpe de estado sirvió para despertar la parte de pueblo que alentaba bajo el rígido uniforme de ciudadano soviético, de sufrido ciudadano.

Los trenes de Moscú llegan a una estación situada en la parte alta de la Perspectiva Nevski, la calle más vital de San Petersburgo. Nada más llegar intenté ver signos de barricadas o la rechoncha silueta de los tanques. Pero nada de ello me fue concedido. Poco tiempo después me enteré por mis compañeros y maestros de cómo estaba la situación. Los tanques no se habían atrevido a entrar en la ciudad. Permanecían agazapados en las afueras. Sólo unos cuantos habían entrado para proteger la sede de la KGB. La ciudad tiene una merecida fama guerrera e indómita. Aquí se alzaron los decembristas y se manifestaron las gentes en el domingo sangriento de 1905. En San Petersburgo se inició la Revolución y los obreros de la ciudad, junto con los marinos de Kronstadt, la isla vecina, se sublevaron en 1921 en defensa de la revolución libertaria y contra el imperio totalitario comunista. En San Petersburgo alentó por última vez la esperanza de una sociedad libre sin supeditación al Estado zarista o al bolchevique. Daba la impresión, pues, de que las tropas golpistas estaban esperando noticias de lo sucedido en Moscú. Si allí triunfaban, entonces intentarían entrar en Petrogrado, pero si no, preferían no arriesgarse a entablar un combate brutal con la población.

También en Petrogrado se levantaron barricadas en torno a la plaza del ayuntamiento. El alcalde, Sobchak, lugarteniente de Yelsin, dio un encendido discurso en la plaza del Palacio de Invierno, abarrotada de gente. Y por la calle se respiraba un ambiente de victoria, de ¡No pasarán!, como si la gente estuviera completamente segura de que los tanques no iban a poder con ellos.

Un mes antes, a finales de julio, cuando llegamos a la ciudad que había decidido dejar de llamarse Leningrado, que ciertamente suena a Ferrol del Caudillo, para volver a ser San Petersburgo o Petrogrado, ondeaba la bandera comunista en todos los mástiles. Ahora, a fines de agosto, cuando la dejamos para regresar a España, ondeaba ya rotundamente la bandera tricolor rusa. Leningrado había sido derrotada. Renacía San Petersburgo. Es de esperar que el comunismo, la alternativa totalitaria, haya sido desterrada definitivamente. Queda todavía un arduo camino por recorrer: ganar la libertad a la vez que la más perentoria subsistencia. Ahora llegará a la estepa rusa otro ejército, el de los hombres de traje gris y maletín; convendrá no alejarse mucho de las barricadas.

Publicado en Polémica, n.º 46, octubre 1991