medicine-moneyEl 20 de abril de 2001 aparecía en portada de la mayoría de periódicos que treinta y nueve compañías farmacéuticas aceptaban que Sudáfrica fabricara e importara medicamentos «genéricos» contra el SIDA.* La noticia se presentaba como el final de un período de denuncias y negociaciones que empezaron en el momento en que el Gobierno sudafricano puso en práctica una ley aprobada en 1997 por la que permitía ignorar las patentes de medicamentos e importar o atribuir licencias de fabricación para medicamentos en caso de emergencia sanitaria.

Para comprender la raíz del problema y su significado es necesario saber qué es y que supone una «patente». Una patente es un contrato entre los «inventores» de algo nuevo y el Estado, contrato a través del cual el Estado reconoce la actividad creadora de los inventores y les recompensa por la inversión en su desarrollo y el riesgo comercial que asumen mediante un monopolio temporal sobre el producto (veinte años en la mayoría de países). Durante este tiempo, los propietarios de la patente tienen el derecho a ser los únicos en vender el producto protegido en todos aquellos países en los que se solicite y sea concedida la patente, y al precio que deseen. En los medicamentos el precio es previamente aprobado por la administración, aunque ello no impide casos como el de los medicamentos para el tratamiento del SIDA, en que los patentados son entre tres y quince veces más caros que cuando se fabrican sin la protección de la patente, los llamados medicamentos «genéricos». Como contrapartida, los inventores deben poner a disposición del resto de la sociedad toda la información sobre el nuevo producto, información recogida en la misma solicitud de patente y que queda al alcance de cualquier persona interesada, incluso de los competidores. Con ello se pretenden dos objetivos: por un lado, proteger lo que se denomina «propiedad intelectual» del inventor sobre el producto de su trabajo, y por otro estimular la inversión en Investigación y Desarrollo (I+D), entendiendo que el monopolio temporal permitirá recuperar la inversión inicial realizada y obtener unos beneficios que estimularán a continuar con la actividad inventiva. Y este es el entorno fundamental en el que se mueve la industria farmacéutica: inversión en nuevos medicamentos para después, a través de la protección por patente, comercializar el medicamento, amortizar la inversión y obtener beneficios.

Pero volvamos al SIDA Quizá algunas cifras nos permitan comprender la magnitud real del problema. Una estimación aproximada cifra en 34,3 millones la cantidad de personas afectadas por el SIDA al inicio del año 2000. El 70% de los infectados se halla en la mitad sur del continente africano (más de veinticuatro millones en el África subsahariana), con algunos países con el 25% de la población adulta infectada y donde sólo el 5% de los portadores recibe tratamiento médico. En cambio, el SIDA está en claro retroceso en los países desarrollados. Por otra parte, la distribución del mercado farmacéutico es sustancialmente diferente a la distribución de las enfermedades: los países desarrollados, con el 20% de la carga total de enfermedades que afecta a la humanidad, acumulan el 85% del gasto farmacéutico mundial, mientras que los países en desarrollo, con el 80% de la carga total de enfermedad, suponen tan sólo el 15% del gasto farmacéutico.

Este desigual modelo de «consumo» de medicamentos tiene una consecuencia evidente en la política de 1+ D de las compañías farmacéuticas. De los setenta mil millones de dólares que se gastan en investigación farmacéutica, apenas el 10% se dedica a buscar remedio para las enfermedades que causan el 90% de las muertes e incapacidades en todo el mundo. La inmensa mayoría de ese considerable presupuesto está controlado por un reducido número de países desarrollados cuyas prioridades de investigación tienen poco en común con las necesidades de la mayoría de la población del planeta: combatir el envejecimiento, el cáncer, la obesidad o las patologías relacionadas con la sobrealimentación y el sedentarismo y que afectan fundamentalmente al sistema cardiovascular y metabólico. En cambio, las neumonías, tuberculosis y las diarreas infecciosas, responsables del 18% de las muertes e incapacidades del planeta sólo cuenta con el 0,2% de ese presupuesto mundial para la investigación, o la malaria, que causa el 3% de las muertes en el mundo y a la que sólo se le dedica el 0,1% de los fondos de investigación. Por supuesto, desarrollar un producto nuevo que después deberá venderse a una población sin recursos económicos a un precio muy bajo, no parece en absoluto rentable ante la posibilidad de desarrollar nuevos y costosos medicamentos para una población rica que estará dispuesta a pagar elevadas sumas para la mejora de su salud.

El coste económico de la investigación necesaria para la obtención de nuevos y más eficaces medicamentos es uno de los grandes argumentos para mantener y reforzar el actual sistema de patentes. Mike Moore, director general de la Organización Mundial del Comercio (OMC), en un artículo que publicaba en el International Herald Tribune con el ilustrativo título de «Sí a los medicamentos para los pobres, pero también a la protección mediante patente», afirmaba el pasado mes de febrero: «Es necesario dar un incentivo a las empresas farmacéuticas para que desarrollen nuevos medicamentos. Este sector sitúa el coste medio para la obtención de un nuevo medicamento en aproximadamente 500 millones de dólares. De no ser por un sistema de protección mediante patente que recompensa a las empresas por arriesgar millones en investigación, los medicamentos contra el SIDA no existirían». No mencionó, en cambio, que gran parte de la investigación que realizan las industrias farmacéuticas está financiada con dinero público, bien de forma directa con subvenciones a programas de investigación concretos, bien de forma indirecta con ventajas fiscales para las empresas: el Instituto Nacional de Salud Norteamericano (NIH) ha estimado que la contribución privada al conjunto de 1+ D sobre salud en EE UU fue sólo un 52% del gasto total. Ni tampoco mencionó que a pesar del «elevado coste» que para las empresas farmacéuticas tiene la obtención de un nuevo medicamento, gastan el doble de recursos en marketing y comercialización, y que con unos costes de producción tan bajos como los que supone la fabricación efectiva de un fármaco, son frecuentes márgenes de beneficio de entre el 25 y el 30%.

Hasta hace unos años, el GATT (Acuerdo General sobre Precios y Comercio) no cubría las patentes farmacéuticas, y nadie se preocupaba de si los países en vías de desarrollo producían copias de fármacos protegidos por patente: las grandes compañías no percibían estos países como mercado viable. Pero bajo el actual acuerdo de Derechos de Propiedad Intelectual Relacionados con el Comercio (TRIPS en sus siglas inglesas), elaborado desde la OMC, las compañías farmacéuticas han empezado a ser extraordinariamente agresivas a la hora de hacer cumplir los derechos de patente en todo el mundo. Con un mercado de medicamentos saturado y con el número de casos de SIDA en declive en los países desarrollados, el mundo en vías de desarrollo es el mercado emergente para estos medicamentos.

Tal y como señala Kevin Watkins (Herald Tribune, 12 febrero de 2001) «El núcleo del conflicto reside en si deberían utilizarse las leyes del comercio internacional para defender las patentes de los medicamentos y los derechos de comercialización de la industria farmacéutica o si los gobiernos deberían conservar el derecho de poner al alcance de los ciudadanos determinados medicamentos de forma asequible para el beneficio colectivo». Los países en desarrollo están negociando la cuestión de las patentes farmacéuticas «con una pistola en la nuca», tal y como afirma Watkins, ya que planea sobre ellos la permanente amenaza de sanciones comerciales por parte de los EE UU Dieciséis países han sido ya «invitados» a reforzar su protección sobre las patentes y, en caso de no hacerlo, podrán sufrir importantes consecuencias. En el caso de la República Dominicana, con la retirada del trato preferente en la exportación de material textil, lo que podría suponer la pérdida de unos doscientos mil puestos de trabajo.

Y volvemos al principio. En este entorno, el acuerdo suscrito entre las treinta y nueve compañías farmacéuticas y Sudáfrica consiente lo que desde la perspectiva empresarial no supone ninguna concesión. Se ha pactado lo que se ha llamado el «establecimiento de precios diferenciales»: las empresas farmacéuticas fijarán precios más bajos para los medicamentos en los países pobres que en los países ricos. Por supuesto, este acuerdo no establece ni criterios generales ni parámetros previos consensuados y deja en manos de las compañías y de sus intereses la forma y la cuantía de la reducción de los precios de los medicamentos en los países en vías de desarrollo. Cada caso se negociará país por país, abriéndose la puerta a la arbitrariedad y al mercadeo de intereses que poco tengan a ver con la salud de la población.

Parece, pues, que el aclamado acuerdo no supone en realidad un cambio en la política de accesibilidad a los medicamentos. Ni la «victoria» del gobierno de Sudáfrica un avance. En realidad, sugiere una operación de marketing destinada a hacer frente a un cierto estado de indignación de la opinión pública, con el objetivo de que no se produzcan cambios reales en las directrices sobre propiedad intelectual actualmente vigentes en la sanidad. De todos modos, una vez más no debe perderse de vista que si detrás de esta normativa está la OMC, la OMC está formada por los propios Estados.

NOTA

* Un medicamento recibe el nombre de «genérico» cuando su fabricación y comercialización está libre de la protección de la patente.

Publicado en Polémica, n.º 75, noviembre 2001