1«Un pueblo entero cae sobre Francia –escribía Jean-Clair Guyot en L’Illustration–: ricos y pobres, burgueses, comerciantes, campesinos, funcionarios públicos y militares, todos ellos mezclados con caballerías, carros, autos, con pobres ajuares, con todo lo que puede ser cargado sobre un coche, arrastrado o cargado a la espalda». Estas multitudes exhaustas, hambrientas, andrajosas, plantearán un grave problema a Francia. Un problema político, material y financiero. Nada había sido preparado para acoger a estas gentes. Las autoridades francesas serán blanco de críticas contradictorias, en el interior, procedentes de todos los partidos políticos y de la población; a nivel internacional, de ciertos países, en particular de la URSS, que ocultarán la mezquindad de su ayuda bajo virtuosas lecciones de moral.

Un quebradero de cabeza para el gobierno francés

No cabe duda de que el Gobierno Daladier quería reducir al mínimo el número de refugiados. Desde 1918, tres millones de extranjeros se habían instalado en Francia. La prensa de derechas exhortaba desde hacia tiempo al Gobierno a no aceptar más inmigrantes. León Daudet –en L’Action Française– y Henri Beraud –en Gringoire–, dos notorios fascistizantes y ultraderechistas, se preguntaban si Francia iba a convertirse en «el estercolero del mundo».

El 23 de enero de 1939, cuando parecía ya inminente la caída de Barcelona, Raoul Didkowski, prefecto de la región de los Pirineos Orientales, contestó a las críticas de los diarios socialistas, durante una conferencia de prensa, anunciando que el Ministerio del Interior había concebido un verdadero plan de socorro y evacuación:

«Los refugiados serán recibidos en los puestos fronterizos, desarmados si ha lugar a ello, aprovisionados, tratados con humanidad y ordenadamente embarcados en trenes, que los conducirán a los departamentos designados por el Gobierno para recibirlos. Todo eso, lo repito, se hará con orden, sin alborotos y, confío, que sin dificultades».

La noche del 27 al 28 de enero (de 1939), el Gobierno francés abrió la frontera a los civiles y a los militares republicanos heridos. La autorización inicial limitaba el paso a dos mil personas por día, como máximo. De momento, presa del pánico, parte de los refugiados refluyen hacia el interior de Cataluña. Otros cruzaron la frontera clandestinamente. El día 2 de febrero, más de cien mil personas se hallaban ya en territorio francés.

Durante los primeros días la situación de los refugiados era espantosa: en Prats de Molló, numerosos niños murieron de hambre y de frío. A los refugiados se les suministraba solamente un pan para cinco personas y un vaso de agua sucia a las 15 horas; nada más. Trescientos refugiados se amontonaban bajo un cobertizo de 35 por 25 metros, que les permitía dormir al abrigo, a condición de hacerlo encogidos; los demás dormirán al raso.

«Vamos a morir como moscas», murmuraban.

Pero hay que consignar que la actitud de los refugiados no siempre predisponía a su favor. La Depeche de Tolosa de Languedoc, que era más bien favorable a los republicanos, se quejaba de «la arrogancia de muchos de ellos»: «Hay hombres que piden con grosería cigarrillos y que insultan a los transeúntes si no les dan nada», «en Perpiñán, un grupo de mujeres ha rechazado el arroz porque no estaba preparado a la española», «inconsciencia, mala educación, incomprensión de cuál es su estado actual».

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La Republique, portavoz de la opinión radical-socialista, proclama que puede discutirse la oportunidad de la no intervención, pero no el deber de generosidad que incumbe a Francia.

La admisión de las tropas republicanas era, por supuesto, trigo de otro costal. Las derechas, en bloque, se oponían y, de momento, Daladier, a la sazón presidente del Consejo de Ministros, cedió a esta presión. A principios de febrero, tropas francesas de montaña abrieron trincheras en Osseja, en la Alta Cerdaña, para evitar lo que se llamaba «una eventual invasión de las milicias españolas». Pero se temió una resistencia desesperada de las fuerzas gubernamentales a lo largo de la frontera, con graves consecuencias para los pueblos franceses fronterizos. Y el Gobierno cambió de opinión.

El 5 de febrero, a las 20 horas, se dio orden a Cerbère de dejar paso a los combatientes republicanos. En El Pertús se les admitió el día 6, a las 16,30. Se especificó que debían entregar las armas al cruzar la frontera y que tenían que prestarse a ser cacheados. La primera noche cruzaron la frontera alrededor de cincuenta mil combatientes. Desde el momento en que pisaban territorio francés, los combatientes republicanos fueron considerados refugiados, como los civiles, y se les condujo hacia el campo de concentración de Argelès. Cuando éste resultó insuficiente, se habilitó el de Saint-Cyprien.

A muchos soldados les decepcionó la recepción francesa. En El Pertús, un 45 por ciento deseaban regresar a la España franquista. Muchos otros querían volver a lo que quedaba de territorio republicano para seguir luchando; en Port-Vendres, los guardias móviles franceses les impidieron hacerlo.

En nueve días cruzan la frontera 453.000 refugiados

La perspectiva de un éxodo en masa del Ejército de Cataluña aterrorizaba a Francia, donde muchos equiparaban los combatientes republicanos en retirada a «hordas terroristas». Como los de cualquier otro Ejército derrotado, aquellos hombres sucios y harapientos causaban mala impresión. Tanto más cuanto que saludaban puño en alto, cantaban la Internacional y a que, sin duda, había entre ellos gente violenta.

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Alguien llegó a decir que los burgueses republicanos que precedían al Ejército en retirada por la carretera de Gerona «no huían de las fuerzas de Franco, sino de los terroristas». Otros reprochan a ciertos dirigentes republicanos un comportamiento escandaloso. Luis Araquistain, antiguo embajador de la República en París, había llenado una ambulancia de libros y documentos y la conducía a través de una muchedumbre de mujeres y niños. Julien Cruzel, alcalde socialista de Cerbère, confirmó que las ambulancias que llegaron a Cerbère el 27 de enero sólo contenían el equipaje y los archivos de dos altos mandos de la República.

El 9 de febrero la frontera quedó definitivamente cerrada. Este día el general Vicente Rojo pasó a territorio francés y los soldados de Franco llegaron a El Pertús. Pero el Ejército republicano ya había cruzado la frontera. Los franquistas sólo capturaron su retaguardia, unos 25.000 hombres. Se calcula que desde el 31 de enero, 453.000 españoles habían entrado en Francia, de ellos 270.000 militares, 170.000 civiles y 13.000 enfermos y heridos. Si se suman a esta cantidad aquellas personas que habían pasado la frontera campo a través, o aquellas que aún haciéndolo por los puestos fronterizos no habían sido controladas, puede alcanzarse la cifra de 700.000. Es la cantidad que fijó La Depeche du Midi, pero, sin duda, es exagerada.

Inmediatamente empezó el retorno a España por Hendaya. Durante largo tiempo fue este puesto fronterizo el único lugar de paso. Los primeros que regresaron a su país fueron los simpatizantes franquistas que habían participado en el éxodo por temor a los últimos zarpazos del «terror rojo». Los agentes franquistas les proporcionaban dinero para el viaje.

También regresaban soldados republicanos: los primeros 1.700 cruzaron la frontera en sentido inverso el 7 de febrero. Sin embargo, ciertas declaraciones hechas en aquellos momentos motivaron muchas vacilaciones. El 6 de marzo se dice que Franco rehusaba admitir un número de personas mayor del que podía alimentar.

Campos de concentración improvisados

Entre el 6 y el 9 de febrero, los refugiados cayeron sobre la región fronteriza francesa como una nube de langosta, desbordando las carreteras que conducían a los campos de concentración. Incluso la prensa socialista citaba casos de depredaciones de los refugiados y se hacía eco de la inquietud de los campesinos y ciudadanos meridionales. Las autoridades francesas calculan que entre la masa de refugiados había algunos millares de delincuentes de derecho común. Por ello se dio la orden de devolver a España a cualquier español aislado, con uniforme o de civil, que fuera hallado vagando por el campo o por las ciudades, y también a todo español culpable de delitos cometidos en Cataluña.

El desorden inicial provocó situaciones dramáticas. Numerosos niños fueron separados de sus padres. Familias que habían logrado permanecer unidas durante la larga agonía del éxodo, fueron dispersadas al pisar tierra francesa. Niños perdidos circulaban por los caminos, algunos tan pequeños que ni siquiera sabían su nombre.

Los dos primeros campos de concentración fueron los improvisados de Argèles y Saint-Cyprien, en la playa. El 9 de febrero contenían de 60.000 a 75.000 refugiados el primero; el otro, de 72.000 a 95.000. El servicio de vigilancia lo efectuaba la guardia móvil y tropas coloniales, en particular senegaleses.

Se instalaron nuevos campos en el Vallespir (Amélie-Les-Bains, Arles-sur-Tech, Prats-de-Molló, con alrededor de 40.000 personas cada uno) y en La Cerdaña, para descongestionar Bourg-Madame (La Tour-de-Carol, castillo de Mont-Louis, con 25.000 personas cada uno).

Tres campos se denominaban Vernet: Vernet-les-Bains (en los Pirineos Orientales), que gozaba desde la guerra de 1914 de una merecida reputación; a este campo fueron enviados los heridos graves. Pero Vernet de la Haute-Garonne y Vernet del Ariège eran por el contrario, «campos de castigo». El último, de hecho, una cárcel para los «duros».

El intenso frío de mediados de febrero obligó a evacuar los campos situados en la región pirenaica y sus ocupantes fueron enviados a las tierras bajas y bonancibles del Rosellón: Colliure, Elna y Barcarès. A finales de febrero, sin embargo, todavía quedaban 75.000 soldados sin albergue en los montes de La Cerdaña. Más tarde fueron instalados otros campos en Prades y en Bram (en el Aude). Este último era un campo modelo destinado a los ancianos. Los catalanes fueron enviados preferentemente a Agde y los vascos a Gurs. Los obreros especialistas a Septfonds.

Los desamparados de Argelès

Los campos, en su conjunto, estaban bajo el mando del general Ménard, jefe de la 17ª Región (Tolosa del Languedoc). Los campos y servicios para refugiados del departamento de los Pirineos Orientales fueron confiados al general Lavigne, subordinado al general Fagalde, jefe de la 16ª Región (Montpellier).

Ménard, previa conformidad del prefecto Didkowski, decidió reducir a tres los campos de los Pirineos Orientales: Argelès, Saint-Cyprien y Barcarès. De ellos, este último era el «campo-piloto», aquel al que eran invitados invariablemente los periodistas y los visitantes oficiales; los otros dos no podían ser visitados. De hecho, esta exclusión de la prensa era la única orden que se cumplió de manera eficaz durante las primeras semanas. El acceso a los campos era mucho más fácil para el sargento reclutador y para el policía que para la hermana de la Caridad o el médico. Poco a poco el régimen de visitas se fue tornando más liberal. Sin embargo, al campo de Argelès, que era el que ofrecía mayor interés para los periodistas, sólo tuvieron éstos accesos a partir del 21 de febrero.

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La situación en Argelès era espantosa. Durante la primera quincena de febrero 90.000 refugiados fueron encerrados en un recinto de alambre espinoso de 550 por 275 metros. El único abrigo para 60.000 era un agujero en la arena cubierto de ramas; para los demás, las estrellas… O más exactamente, a mediados de febrero, la nieve fundida. Las autoridades proyectaban construir sesenta barracones semanales; a este ritmo hubieran transcurrido seis meses y medio antes de rematar el trabajo. La desesperación de aquellos hombres era tal que cierto día, viendo treinta barracas prefabricadas por instalar, perdieron la paciencia y las utilizaron para encender hogueras y calentarse.

Otro tanto ocurría en Saint-Cyprien, donde sólo disponían de techo unos pocos millares de refugiados.

Se prohibió que ingenieros y técnicos españoles se ocuparan de la construcción de barracones: el Gobierno quería evitar que los refugiados sintieran la tentación de quedarse en Francia.

Como ya hemos dicho, los diez primeros días a los refugiados sólo se les suministró pan yagua; muchos, únicamente un cuarto de pan por día. Después, los privilegiados recibieron, cada veinticuatro horas, sopa de carne de mulo y una lata de sardinas para quince personas. Los refugiados no pudieron contar con sus caballos, vacas y corderos, que les fueron confiscados en la frontera so pretexto de evitar una epizootia eventual. Este ganado fue entregado a los franquistas o bien quedó abandonado y errante en la zona fronteriza: decenas de millares de cabezas.

La opinión pública fue alertada gracias a un informe presentado el 18 de febrero a la Asamblea por una delegación socialista que visitó, entre el 9 y el 14 del mismo mes, todos los campos, a excepción de los de La Cerdaña. El informe estimaba que si tal situación podía justificarse el 27 de enero, e incluso el 5 de febrero, por aquellas fechas ya no tenía excusa posible.

Había escasez de agua potable y faltaba el agua para lavarse. No se había abierto ni una sola letrina. Más grave aún: el pozo que suministraba el agua potable acabó por contaminarse. El primer caso de fiebre tifoidea se declaró el 14 de febrero.

Tifoidea, neumonías, sarna… y ningún medicamento

En Argelès, el número de enfermos ascendía a 9.000, o sea el 12% del total de las personas allí encerradas; y el campo sólo disponía de dieciocho médicos. En Saint-Cyprien, los enfermos sumaban 15.000; nada menos que el 30%.

A los muertos se les enterraba en la arena. La disentería, la neumonía, la fiebre tifoidea, la tuberculosis y la avitaminosis causaban estragos. Se observaban incluso casos de lepra. La arena y el viento, con su acción corrosiva, producían llagas dolorosas e inflamaciones en los ojos y en la garganta. La sarna y la conjuntivitis eran algo común. El general médico Peloquin informaba que el 30% de los refugiados había contraído la tiña. Y el doctor Joaquín D’Harcout, coronel del Ejército republicano, declaró que los trastornos mentales y las neuralgias eran todavía más inquietantes.

Descontando dos barcos fondeados en Port-Vendres y que habían sido habilitados para hospitales (el Marechal Lyautey, de 15.000 toneladas, y el Ainsi, de 5.000), sólo había tres hospitales para los españoles: uno en Arles-sur-Tech y dos en Perpiñán: el de San Luis y el de la Misericordia.

En Argelès se instalaron cinco grandes tiendas para los servicios sanitarios y también se utilizaba el Casino, pero no había nada previsto para los casos graves. El primer puesto de socorro visitado por la delegación socialista no tenía ni una silla, ni un mal banco: un paciente, con una herida profunda en el cuello, tuvo que ser sostenido por un miembro de la delegación para mantenerse en pie sobre sus vacilantes piernas. Tampoco había ningún medicamento: ni siquiera un tubo de aspirina. Se utilizaban como vendas los trozos «limpios» de anteriores vendajes.

Autoclaves, coches y vagones-cisterna y una instalación sueca para limpieza antiparasitaria permanecían abandonados e inútiles, así como millares de vehículos republicanos en perfecto estado.

El general médico Peloquin, por su parte, denunciaba la falta total de precauciones, pese a los sobrehumanos esfuerzos de numerosos médicos y oficiales, y de particulares, que se esforzaban en organizar socorros.

¿De quién fue la culpa?

Para colmo de desgracias, los senegaleses y los guardias móviles que custodiaban los campos trataban a los refugiados como prisioneros de guerra, cuando no como delincuentes.

Los spahis, cuyo aspecto recordaba a los soldados republicanos el de los moros de Franco, aumentaban la confusión reinante con su ignorancia. Cuando los refugiados saludaron a la delegación socialista con gritos de «iViva Francia!», los spahis les acometieron a bastonazos. Un altavoz instalado en un camión se paseaba alrededor de la alambrada difundiendo propaganda franquista y aconsejando a los internados «no culpables de crímenes» el regreso a España. No se permitía la prensa socialista. Los únicos diarios autorizados eran Le Matin y Le Jour.

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Ciertas personalidades y periodistas atribuían tal estado de cosas a «la pereza, la indiferencia y la indisciplina» que reinaban en los campos. Para el ultraderechista Tixier-Vignancour, los refugiados constituían «todo un ejército, no tan sólo de la anarquía, sino también del crimen internacional».

Otros justificaban el desorden con la sorpresa (que era, en efecto, la verdadera causa, por otra parte perfectamente comprensible); reprochaban a los republicanos no haber resistido una o dos semanas más, o haber exagerado sus posibilidades de resistencia. El diputado Ybarnegaray acusó a Negrín, en plena Asamblea, de haber interceptado un mensaje de Azaña a las autoridades francesas en el que se decía que el frente de Cataluña no podría resistir la ofensiva de Franco.

Izquierdistas como André Marty exigían la dimisión del prefecto de los Pirineos Orientales, Didkowski, pese a que éste solicitó, desde el primer momento, auxilios urgentes. El ministro del Interior, Albert Sarraut, se defendió: «Construir barracones para los refugiados mientras los republicanos continuaban la lucha hubiera sido un insulto a su valor».

Algunos países, sobre todo la URSS, acusaron a Francia en peso. Pero la realidad de los hechos era que Francia tuvo que cargar con todos los gastos, que ascendían a siete millones y medio de francos diarios, en un momento en que el Gobierno galo trataba desesperadamente de equilibrar su presupuesto. La URSS admitió a varios millares de niños republicanos, pero su contribución financiera se limitó a cinco millones de francos: ni siquiera lo necesario para atender un día a los refugiados.

Las autoridades francesas aplicaron una política tendente a promover el regreso de los refugiados a España. En marzo, Sarraut declaró que Francia no podía permitir la permanencia en su territorio a más de 50.000 refugiados. Y ante la Asamblea le preguntó a Georges Mandel, ministro de Colonias, «si no encontraría un lugar para ellos en un rincón del Pacífico». Una voz apostilló: «Mejor en el fondo».

Cifras

A finales de marzo, 70.000 españoles habían regresado a España, entre ellos 10.000 soldados, algunos de los cuales creían que iban a Valencia, última capital republicana. Otros 40.000 deseaban regresar, pero las autoridades españolas rehusaban aceptarlos a causa de sus antecedentes.

El primero de abril, tras una redistribución de los internados, los campos arrojaron las cifras que reproducimos en este cuadro:

CAMPOS DE CONCENTRACIÓN

Barcarès (Pirineos Orientales)

70.000

Argelès-sur-Mer (PO)

43.000

Baint-Cyprien (PO)

30.000

Gurs (Bajos Pirineos)

16.000

Bram (Aude)

16.000

A¡de (Hérault)

16.000

Beptfonda (Tarn-et-Oaronne)

16.000

Vernet (Haute-Oaronne)

115.000

Mazères (Ariège)

5.000

Boghari-Boghar (Argelia)

3.000

Bizerta (Túnez)

1.500

Vernet-les-Bains (PO)

500

Montaulou (Ariège)

Indeterminada

Otros campos

4.000

PRISIONES

Fort-Colliure (PO)

400

Le Vernet (Arlège)

lndeterminado

Rleucros (Aripege)

indeterminado

TOTAL MINIMO

236.400

Poco a poco las condiciones de internamiento mejoraron. Después, los campos se fueron vaciando a medida que se abrieron posibilidades para los refugiados de iniciar en otros lugares una nueva vida. A comienzos de 1940 había aún, como mínimo, 140.000 españoles refugiados en Francia. Cualquiera que fuese la libertad que hubiesen recobrado, para la mayoría de ellos, no sería sino un breve paréntesis entre su última y dura prueba y la próxima.

Publicado en Polémica, n.º 22-25, julio 1986