FRANCIA
Queman su barrio: su cárcel

El 27 de octubre de 2005 se inició en París una revuelta social que rápidamente se extendió por buena parte de Francia e incluso a otras ciudades europeas. La muerte de dos jóvenes de origen africano fue el origen de la revuelta y el incendio de coches se convirtió en su imagen más característica. El entonces ministro del interior Nicolás Sarkozy atribuyó el problema a la «escoria» que puebla los barrios periféricos.

Divertido abismo el que separa ambos eventos. La rebelión en 1968 de estudiantes procedentes de la burguesía y hoy confortablemente instalados en las élites políticas y económicas, y la rebelión actual de las clases populares de las periferias. Para unos, reconocimiento social, violencia creadora, acto fundador de una sociedad liberal. Para los demás, chusma, golfos, imbéciles que queman su propia barriada y fomentan la ultraderecha.

La clase que domina el descodificador mediático está desde luego más cerca de los del 68 antes que de esos salvajes a quienes no entienden. Es comprensible: la burguesía de izquierda ya tiene sus propios combates: el antifascismo de salón, la ecología, el antirracismo de moda. Y no sabe nada de la lucha mucho más material de los jóvenes de las clases populares: poder sobrevivir con un trabajo y un salario decente, en un barrio que no sea un territorio ocupado por una policía «republicana». ¿Republicana? Recordemos que el detonante de los motines: un miedo tan grande a un habitual control policial, que tres jóvenes con documentación en regla prefirieron arriesgar sus vidas refugiándose en un transformador eléctrico.

Algunos izquierdistas en la onda se mofan. Estos tontos destruyen su propio barrio, queman los coches de gente tan pobre como ellos. Y los revolucionarios de canapé aconsejan: «ir, pues, a quemar los Mercedes de los barrios ricos». Si hubieran vivido unos días en la piel de un «joven» de las ciudades periféricas, sabrían que no recorrerían ni veinte metros en el distrito VIII antes de ser detenidos por la policía. Por tanto queman su barrio, su cárcel, una tierra de nadie sin porvenir en donde ya sucumbieron sus padres, sus hermanos. Queman los testigos de promesas nunca cumplidas: las escuelas, un ascenso social imposible; las empresas, un contrato basura ilusorio al final de una precariedad que dura una vida; los equipamientos sociales, un reclamo sin pastel, cuando lo que quieren es su parte del pastel.

Una rebelión sin perspectivas

Lo que es inquietante, no es este arranque de violencia juvenil. Con sus excesos y dramas, es una señal de que la resignación que venció a sus padres no ha matado aún a los hijos. Y prueba igualmente que las clases populares se encuentran siempre en el terreno del enfrentamiento de clase. Desde luego, cada coche que queman es el auto viejo de un currante que no tendrá pasta para comprarse otro. Desde luego, algunos chavales aparentemente insensatos toman como blanco de su ira autobuses, alojamientos y hogares donde viven las familias de los incendiarios. ¿Pero qué clase de «república» es ésta que no deja más posibilidad de rebelión que la de autodestruirse? La juventud de la clase obrera se encuentra tan marginada y excluida del espacio «común», que sólo puede afirmar su presencia atacándose a sí misma.

Es preocupante lo que revela el carácter caótico y autodestructor de esta rebelión. No existe conexión alguna entre la rebelión y la perspectiva política, entre los amotinados y cuanto estructura en teoría las luchas de la clase obrera. Este tsunami que sacudió toda la sociedad francesa revelando fracturas profundas, es completamente ajeno a los movimientos sindicales y políticos e interviene fuera de sus áreas de actuación. Es sumamente inquietante que una amplia capa de los explotados no tenga ninguna relación con las organizaciones que pueden estructurar sus luchas. Y es una regresión sin precedente, en comparación con las luchas pasadas que, por el contrario, permitieron que se organizara la clase obrera. Una regresión que explica nuestra fragilidad y la prepotencia de las clases dominantes, la destrucción sistemática de los derechos adquiridos gracias a las conquistas del pasado. Por legítima que sea, esta rebelión no tendrá continuidad, debido a su incapacidad para estructurarse y dotarse de perspectivas. Este es el resultado de un sindicalismo institucionalizado que ya no integra los jóvenes proletarios enfrentados a nuevas formas de explotación desarrolladas desde hace una treintena de años.

Una patronal en orden de marcha

Esta carencia abre el camino a las clases dominantes, que sí se benefician de una alta conciencia de sus intereses, construyen estrategias coherentes y eficaces, y han llegado al estrellato en el escenario político. La intervención del MEDEF (organización empresarial francesa), en pleno auge de los motines, para reclamar orden y predicar más libertad para explotar como solución a la crisis, revela el papel primordial de la patronal en comparación con el silencio de los sindicatos de trabajadores. El vocabulario con que se describe a los amotinados –esa «chusma que hay que limpiar con karcher»–, permite construir un discurso, no fascista sino plenamente capitalista, que identifica a las clases peligrosas, delincuentes, incivilizadas, cuya rebeldía es preciso reprimir con dureza.

En efecto, otra vez, la cultura dominante edifica un foso cultural entre los explotados y los explotadores, que permite justificar la explotación. En el siglo XIX se desarrolló un verdadero racismo de clase, considerando al explotado como un ser inferior cuyas rebeliones había que aplastar. Thiers, desde 1830 hasta la Comuna de París, personificó esa concepción. Actualmente, el integrista musulmán se ha convertido en la figura emblemática del «otro» inasimilable, el que aterroriza. Todo se hace, pues, para encajar la realidad en ese esquema: las autoridades religiosas islámicas, aliadas de hecho con el orden policial, pronuncian una ridícula fatua para pedir la vuelta a la calma, ¡como si los insurrectos fueran todos integristas musulmanes! La ausencia de efectos de esos aspavientos demuestra su estupidez, pero poco importa, porque de lo que se trata es de generar imágenes. Y los editorialistas hacen disquisiciones sobre un presunto problema de la «integración», ¡cuando la inmensa mayoría de los amotinados son franceses!

La instauración del Estado de emergencia, con sus referencias históricas (Argelia, Nueva Caledonia), tiende a consolidar la idea de extraterritorialidad de los amotinados. Así, esta rebelión nace del mismo centro de nuestros barrios, del corazón del proletariado dividido y, en nombre de los valores republicanos, debe restablecerse el orden gracias a medidas del todo antidemocráticas. No temamos, no afectarán a los barrios prósperos. Esta «república se parece cada vez más a las del siglo XIX y principios del XX, que predicaban la explotación como principio de civilización y progreso, mientras ahogaban en sangre las rebeliones obreras.

Comunitarismo versus unidad de clase

Tras dos siglos de conflictos de clase en Francia, que hicieron posible el acceso a la categoría de seres humanos de los trabajadores-esclavos, y les permitieron beneficiándose de la protección colectiva frente a sus explotadores, el Estado sarkozysta –ministro de Interior– quiere construir una sociedad comunitarista basada en el ejemplo anglosajón. Un modelo que garantice, más allá de rebeliones puntuales, la permanencia del sistema y de la dominación de la burguesía. Con grupos étnicos, cuyos jefes son aliados naturales del sistema, porque se benefician de su influencia en sus relaciones con el Estado. Este proyecto no tiene base social en Francia, porque va contra nuestra cultura social. Pero el peligro de americanización es, sin embargo, evidente. y ya es hora de reconstruir sobre nuevas bases las herramientas que permitan a las clases populares construir colectivamente su destino. Cuantos formamos parte del movimiento sindical, de un sindicalismo de lucha de clase, de un sindicalismo con finalidad revolucionaria, tenemos que trabajar para que nunca más, la juventud proletaria pueda luchar en solitario frente a un poder ultrarreaccionario aliando políticos, empresarios y jefes religiosos, sin que seamos capaces de intervenir a su lado para ayudarlos a dar un sentido a su rebelión. Nuestro porvenir depende de nuestra capacidad para integrar al conjunto de los proletarios en una dinámica y una cultura revolucionaria comunes.

Wilfrid es militante de la CNT de Francia

Publicado en Polémica, n.º 87, enero de 2006