Ángel PESTAÑA
Además de los cenetistas que acudieron a la Rusia soviética cumpliendo misiones organizativas, otros libertarios españoles fueron a Rusia por su cuenta, entre ellos Pere Foix, Bruno Lladó y León Xifort. Otros dos, Vicente Pérez Combina y Martín Gudell escribieron sendos libros relatando su estancia en el país del socialismo real. Pero el testimonio más leído y que más influyó en el movimiento libertario fue, sin duda, el del primer delegado de la CNT.

Ángel Pestaña
En efecto, Ángel Pestaña no se limitó a cumplir su tarea como delegado al Congreso de la III Internacional. Se preocupó por conocer la realidad social del país y, posteriormente, dando muestras de sus buenas dotes de observador, escribió los excelentes libros: Setenta días en Rusia, lo que yo vi, y Setenta días en Rusia, lo que yo pienso. En el primero se incluye la narración de su visita a la casa de Kropotkin, y de la que se llevó un imborrable recuerdo, que a continuación reproducimos. El propósito de visitar al príncipe anarquista intentó llevarlo a cabo nada más pisar tierra rusa. El mismo Pestaña nos dice: «Una de las personas con quien primero me puse en comunicación fue con Sacha Kropotkin, la hija de Piotr, a la que indiqué la satisfacción que tendría en poder entrevistarme con su padre». El libro de Pestaña está dedicado a Sacha, cuya personalidad le impresionó profundamente.
El pensamiento de Kropotkin, acerca de la revolución rusa, se desconocía en Europa por entonces.
Al silencio que el maestro guardaba, se le daba variadas interpretaciones. Para unos, era señal de conformidad y adhesión al régimen bolchevique; para otros, su actitud frente a los acontecimientos desarrollados en Rusia, era la única procedente y lógica.
¿No era natural que intentásemos, ya que la ocasión nos era propicia, conocer su pensamiento?
Aparte de esta circunstancia, muy tentadora por cierto, quedaba la satisfacción íntima, personal y particularísima de conocerle, de tratarle, de conversar con él unos momentos. Íbamos a escuchar la palabra de una de las más recias y respetadas mentalidades de Europa y del mundo.
Facilitó nuestro deseo el amigo y camarada Souchy, delegado de los sindicalistas alemanes, que se encontraba allí en viaje de estudio y de información. Él fue quien nos presentó a Sacha Kropotkin, la hija de Piotr, que vivía en la calle Leontyesky.
De acuerdo con Souchy y Sacha, hicimos una visita a ésta y quedamos de acuerdo para ver a Kropotkin en Dmitrov.
No recordamos bien si fue un domingo de fines del mes de julio o de principios de agosto cuando partimos temprano.
La estancia estaba lejos; llevábamos algunos paquetes de provisiones que los camaradas del Club anarquista nos habían dado para Kropotkin y el tiempo era justo.
Buscamos, pues, un vehículo y por cinco mil rublos nos condujo a la estación.
En la estación hubimos de guardar fila para tomar billete. Algunas personas, las que ocupaban los primeros puestos, esperaban turno desde el día anterior. Se habían pasado la noche en la estación. Si formábamos nosotros en la fila era más que probable que no saldríamos hasta la tarde.
Sacha nos dijo entonces que hiciéramos valer nuestra personalidad de delegados ante la Comisión extraordinaria de la estación, con lo cual lograríamos partir en aquel tren.
Siempre nos han repugnado esas preferencias y solo hemos acudido a ellas en casos verdaderamente excepcionales.
Vimos, pues, al presidente de la Comisión. Todo esto pudo haberse evitado pidiendo en el Hotel un pase de viaje a Dmitrov, pero quisimos prescindir de la concesión oficial para obrar con más libertad. La cuenta, como se ve, nos salió al revés, aunque al final el resultado fuera el mismo.
Presentada al presidente de la Comisión nuestra carta de delegado, al instante, se nos entregaron los billetes. Además se nos acomodó en el coche de la Comisión extraordinaria.
En marcha el tren, entablamos conversación con algunos de los viajeros, valiéndonos de Sacha como intérprete.
Nuestro principal interlocutor era un soldado, que nos hablaba con entusiasmo de la misión casi mesiánica que había de realizar el Ejército Rojo. Según él, se completarían los cuadros del Ejército lo más fuertemente posible; se les proveería del mejor y más perfeccionado armamento, y así equipado, por enseña la estrella roja y por lema “¡muerte a la burguesía!”, el Ejército Rojo ayudaría a implantar el comunismo en todo el mundo. Era el poseído, el místico, el fanático de una idea que no conoce ni comprende, pero que está sugestionado por razonamientos ajenos, puramente subjetivos y sin valor.
Producía tristeza aquella dialéctica de boletín del Ejército Rojo que así influía y desviaba mentes vírgenes y sin ideario de ninguna clase.
Sus profecías, sus afirmaciones sobre la inminente marcha irresistible del Ejército Rojo a través del mundo, saludado y recibido por los aplausos y vítores de los pueblos conquistados, y las apoteosis con que los pueblos lo recibirían, parecían más los del Apocalipsis que razonamientos de persona con un adarme de sentido común.
La conversación decayó pronto. No quisimos seguir al neófito comunista en su marcha triunfal a través del mundo, y menos viajando en un tren que apenas si marchaba a veinte kilómetros por hora.
Observando a los demás viajeros, nos fijamos en un soldado que llevaba al cuello un pendentif de señora. La cadenita que lo sostenía era de oro, y el pendentif de perlas, con un diamante en el centro. Aquella alhaja era, indudablemente, producto del saqueo.
El soldado era hijo de unos humildes aldeanos, cerca de Dmitrov a donde se dirigía a pasar una temporada.
El mismo desenfado con que lo llevaba probaba que no conocía ni el uso ni el valor del adorno.
Las sesenta verstas que separan a Moscú de Dmitrov, parecían multiplicarse fantásticamente, pues ya llevábamos más de tres horas de tren y aun no se acercaba el momento de echar pie a tierra.
El tráfico de viajeros de unos coches a otros era continuo. Todos buscaban, en vano, mejor acomodo.
Como Dmitrov era estación límite del tren que nos conducía, los numerosos viajeros se extendieron rápidamente por los andenes apenas se detuvo.
Siempre guiados por Sacha, tomamos un camino o calle que conduce al centro del pueblo; mas antes de llegar a él, dejándolo a la izquierda, continuamos recto y tomamos por una pendiente.
Habíamos andado unos cuarenta pasos, cuando torcimos a la izquierda y nos metimos por una calle que se extendía entre jardines, en el centro de los cuales se alzaban chalets al estilo de los que existen en algunos cantones suizos.
A mitad de la calle, Sacha se dirigió a una puerta diciendo: «Ya hemos llegado. Como no sabe papá qué día vendríamos a verle, no ha salido a recibirnos. Pero es igual. Le cogeremos de sorpresa y estará más contento».
Avanzamos por un espacioso jardín, todo abandonado, hacia un palacete que se veía al centro, y cuando ya estábamos a pocos pasos, la madre de Sacha nos recibió.
Después de la presentación de rigor, la inseparable compañera de Kropotkin, que se había convertido en horticultora para subvenir a las necesidades de la vida, estrechó nuestra mano fuertemente, mostrando su viva satisfacción por la visita.
Mientras la compañera de Piotr y yo, cambiábamos algunas palabras, Sacha entró en la casa a saludar a su padre y anunciarle nuestra llegada.
Pronto apareció, encuadrada en el marco de la puerta, la figura grandiosa del maestro.
Estaba algo demacrado, reflejándose en su rostro ese rictus irónico que imprimen los sufrimientos morales.
Ante la aparición de aquella figura de renombre universal, a la que daba aspecto de apóstol la barba blanca que cubría su rostro, sentimos una profunda emoción.
Mientras la compañera de Kropotkin nos preparaba sillas en un amplio mirador que servía de acceso a la vivienda, Piotr se nos acercó y abrazó estrechamente. La emoción nos invadía.
Nos hallábamos ante una de las más recias mentalidades del pensamiento europeo, y el exacto conocimiento de nuestra insignificancia nos sobrecogía como unos niños.
Kropotkin, que conocía bastante bien el movimiento anarquista y sindicalista español, solicitó que ampliáramos sus últimas noticias.
Hablamos largo, explicándole detalladamente la intensidad del movimiento anarquista durante los últimos cinco años, más soslayando toda alusión respecto a la actitud suya frente a la guerra.
Sacha nos lo había encargado sobremanera. Los ataques cardíacos a que era propenso se producían en cuanto se acaloraba en una discusión. Y como al discutir sobre la actitud suya en la guerra habríamos de entrar en una discusión acalorada, lo mejor era obviarlo. Y aunque Piotr insinuó la cuestión, procuramos desviarla, diciendo que habíamos adoptado una posición opuesta por creerla más en concordancia con nuestro criterio anarquista.
Pasamos todo el día en compañía de aquella familia, que solo atenciones y miramientos tuvo para nosotros.
Dos veces más vimos a Kropotkin; una en Dmitrov, adonde fuimos a visitarle, y la otra en Moscú, en casa de Sacha.
Había venido a Moscú, a pesar de las dificultades y molestias del viaje, para visitar a Lenin y hablar con él. Pero Lenin no le quiso recibir. A pretexto de ocupaciones perentorias, no quiso distraer unos minutos en escucharle. Verdad es que envió a su secretario particular para que se informase de lo que Piotr quería, pero fue una desatención de ensoberbecido no recibir a aquel hombre que iba a pedir no se consumara un crimen horrendo. Digamos que no se consumó gracias a la intervención de Kropotkin.
Se trataba de la pena de muerte que el tribunal soviético quería aplicar a diez cooperativistas denunciados por un agente de la Tcheka como conspiradores contrarrevolucionarios.
La fantasía de aquel agente había imaginado un terrorífico complot, en donde solo había la sorda protesta de unos descontentos.
Por lo que Kropotkin mismo nos dijo, pudimos saber que los procesados, para quienes se pedía pena de muerte, se hallaban un día en su local social conversando amigablemente. De derivación en derivación, llevaron la conversación al terreno político, y alguno aventuró la idea, que los demás confirmaron, de que sería precisa una conspiración de todos los descontentos con el régimen bolchevique para destruirlo.
Estas palabras llegaron a oídos del tchequista y las transmitió a la Comisión extraordinaria, la que ordenó el arresto y procesamiento de los diez individuos.
Conocedor Pedro de cómo habían pasado las cosas, al saber que iban a ser juzgados y de que el acusador soviético pedía pena de muerte, quiso hablar con Lenin para decirle que «el fusilamiento de aquellos diez hombres sería la vergüenza mayor, la mancha más negra que el bolchevismo se echaría encima».
Y consiguió su intento. Los libró de la muerte; aunque no de los diez años de presidio a que cada uno de ellos fueron condenados.
De lo que hablamos durante nuestras conversaciones con Kropotkin, omito todo en atención a la concisión de estas páginas, pero quiero hacer constar que fue muy interesante.
El concepto que a Kropotkin merecía la revolución era muy rico en matices y en enseñanzas para todos, aunque más particularmente para nosotros los anarquistas.
La complejidad del movimiento revolucionario ruso hallaba en su privilegiada mentalidad el intérprete más sincero y más verídico.
¡Lástima que Kropotkin no haya vivido unos años más para que su pensamiento hubiera sido concretado en algunas páginas!
De los bolcheviques no decía gran cosa. Los consideraba como a babeufsistas consumados. Para él, Lenin y sus teorías, como el comunismo de Carl Marx y de todos los marxistas, no era otra cosa que las teorías de Babeuf barnizadas con algunos modismos de actualidad.
Un día nos preguntó si de regreso a España escribiríamos algo sobre Rusia. Si escribís un libro hablando de Rusia —dijo—, tituladlo Comment on fait pasuna revolution («Cómo no se hace una revolución»). Porque toda la crítica que se haga de los bolcheviques y de su modo de interpretar la revolución debe tender justamente a demostrar cómo no es posible hacer una revolución adoptando sus sistemas y premisas.
Acuciado por el deseo de conocer cuáles fueran las cuestiones de su predilección en aquel momento, nos dijo contestando a preguntas nuestras: “Temeroso de que los bolcheviques inutilicen lo que pueda escribir de la revolución, nada escribo sobre ella; tomo apuntes nada más. Estamos también demasiado cerca de los acontecimientos y de sus hombres para que el pensador no sea influenciado excesivamente por los unos y por los otros. Esta es la principal razón de mi abstención”.
Pero para no perder el tiempo, escribo sobre ética, pues leyendo una página de Bakunin me sugirió la idea de hacerlo, y a ello consagro mis horas y mis días; mas el trabajo me resulta penoso.
La falta de relaciones con el mundo intelectual exterior y las dificultades que el régimen establecido y mi salud acumulan, hace que no pueda avanzar con la rapidez debida, y que solo tras inauditos esfuerzos pueda lograr lo que me propongo.
Inquirimos acerca de su situación económica, que no resultó ser muy desahogada. Vivía, más que de la ración que le tenía asignada el Comisariado de Abastecimientos (ración de sabio), de lo enviado por los camaradas de todos los confines de Rusia.
—Vivo mal —nos dijo—, pero aun puedo considerarme dichoso. Millones de rusos viven muchísimo peor que yo.
—No desearíais volver a Inglaterra o a cualquier otro país?
—Ardientemente —contestó.
—¿Por qué no lo solicitáis del Consejo de Comisarios del Pueblo?
—Porque no quiero recibir una respuesta negativa de la Tcheka, de esa vergüenza que deshonrará al régimen bolchevique, que es la dueña y señora de las acciones de todos los rusos.
Solo las personas gratas a la Tcheka, aunque fueran miserables bandidos en el régimen zarista, pueden obtener el permiso de salida al extranjero.
Prefiero morir en Rusia, consumirme en esta inacción, soportar el hambre y el frío, antes que someterme a los mandatos de esa institución. Debíamos marcharnos.
El samovar, que con su forma panzuda se erguía sobre la mesa lanzando hacia el techo los vapores del agua hirviente, proyectaba una pequeña sombra entre los dos.
Declinaba el día. El crepúsculo ponía una nota de tristeza en sus palabras. ¿Presagiaba su próximo fin?
El invierno pasado había sido muy cruel para Kropotkin. Sin leña, casi sin luz y sin alimentos, las privaciones habían quebrantado su organismo, minado también por los años. La situación económica de Rusia se hacía más grave y difícil cada día. ¡Bien lo notaba Kropotkin!

Piotr Kropotkin
La generosidad de los compañeros, la solidaridad y apoyo que estos le prestaban enviándole lo que podían, era el barómetro que señalaba un notable descenso.
Los envíos se espaciaban, se hacían más intermitentes. A veces, una carta de disculpa los acompañaba. «Hubiéramos querido enviarte antes estos pequeños obsequios —le decían—, pero no hemos podido. ¡Si supieras, Piotr, las dificultades que tenemos para aprovisionarnos en este pequeño rincón!…»
Con estas palabras disculpaban aquellos generosos compañeros, perdidos en alguna aldea de la inmensidad rusa, el no poder ayudarle más eficazmente, y ellas acusaban las privaciones a que se habían sometido para cumplir un sencillísimo deber de solidaridad.
Al despedirnos del Maestro, estrechamos fuertemente su mano; nos abrazamos y recibimos su beso fraternal.
—Saludad en mi nombre —nos dijo— a todos los anarquistas de España, de quienes conservo afectuosos recuerdos. Mirad —añadió mostrando un hermoso reloj de oro—. No sé si recordaréis…
—Sí, sí nos acordamos —interrumpimos.
—Decidles que aún lo conservo. Que no olvidaré nunca este hermoso rasgo de los anarquistas españoles, debido a la iniciativa de los camaradas de La Coruña.
Las inscripciones que lleva en el interior de su tapa: («A iniciativa de los anarquistas de La Coruña, a Piotr Kropotkin, en sus bodas de plata») será siempre para mí un grato recuerdo de los camaradas españoles.
Publicado en Polémica, n.º 47-49, enero de 1992