La onda expansiva que produjo la caída del muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989, sólo tardó dos años en llegar a la URSS, con una fuerza de destrucción insospechada, que puso en evidencia la fragilidad de todo un imperio totalitario considerado con capacidad para resistir a cualquier embestida, predestinado a tener vida sempiterna.

a_lie_-_lenin¿Quién podía imaginar que al Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), con sus catorce millones de afiliados, le bastaría un chasquido de dedos (un simple ukase del 23 de agosto de 1991), para esfumarse sin que nadie dijera esta boca es mía? Es cierto que en las semanas que precedieron al decreto de disolución, varios millones de miembros lo habían abandonado por decisión propia.

¿Acaso el Partido era ya una entelequia y se circunscribía a los comunistas que estaban bien instalados en las poltronas del aparato, de la nomenklatura, y que todos los demás pertenecían a la clase de los que se arriman al sol que más calienta?

Hay que ver con qué rapidez pudo abandonar el PCUS su calidad de Partido Estado omnipotente, petrificado en su capitalismo estatal, suavizado con el eufemismo socialismo real, no de comunismo que nunca existió, y deslizarse por un tobogán para caer, de golpe y porrazo, en una forma política de capitalismo tradicional, de mercado competitivo, y al que con justa razón nunca habían dejado de vilipendiar.

La Unión Soviética arrastró en su vertiginosa caída a todos los partidos comunistas de su área de influencia, y también a otros que estaban fuera de ella. Es cierto que algunos han intentado vestirse con la piel de cordero, en su insensato afán de sobrevivir sin perder sus privilegios, pero ya no pueden engañar a nadie, lo que no impide que haya que estar ojo avizor. En «occidente» todavía existen epígonos del marxismo-leninismo-stalinismo que no se deciden a proclamar su vergü̈enza de haber vivido tantos años apegados a un régimen vampiresco y esclavista por excelencia. Puede comprenderse la dificultad y embarazo de poder explicar públicamente cómo pudieron vivir lustros y lustros uncidos a una ideología que arrastraba tras de sí casi tres cuartos de siglo de atroces crímenes y de ignominia, mientras ellos repetían, con machaconería, cual frase de loro, que el régimen soviético era una autopista que conducía directamente a un mundo más justo para toda la humanidad. En el mantenimiento de esta ficción gozaban del refuerzo de una historia falsificada, tanto del presente como del pasado, y del apoyo servil de camaradas de viaje, de nombres ilustres, que entonces medraban y ahora se callan la boca.

Hemos visto, sí, hemos visto muchas cosas: un imperio que después de más de siete decenios de sistema marxista y ateo, cuyo lema era «la religión es el opio del pueblo», un buen día, el 12 de octubre de 1990, instaura la libertad de conciencia y de religión, y… ¡oh milagro! surgen inmediatamente de las catacumbas cien millones de creyentes fervorosos, ortodoxos de diversos ritos, vaticanistas, luteranos, metodistas, hebreos, adventistas, budistas, testigos de Jehová… que salen a la calle, invaden iglesias, mezquitas, sinagogas (donde no hay templos los improvisan)… cien millones de seres humanos que alejan su mirada del paraíso terrenal para dirigirla a sus cielos privados. La ideología marxista había conseguido empujar al pueblo soviético hacia la fe y la trascendencia.

¿Cómo es posible ese resurgir religioso? Tres generaciones imbuidas de ateismo, con el drástico complemento de una represión brutal y permanente, tanto por motivos religiosos como políticos, sociales, y un largo rosario de delitos de conciencia, se taponaron los oídos, siguieron en su misticismo original, e incluso se multiplicaron.

Se calcula –y en esta cifra monstruosa carecen de importancia unos millones de seres humanos en más o en menos–, que las victimas de Stalin y de sus sucesores, exterminadas, sepultadas en campos de la muerte de Siberia, fusiladas o ejecutadas de un tiro en la nuca, no bajan –según los especialistas– de los cuarenta millones. Los soviéticos ya admitieron la cifra de tres millones, que tampoco está mal.

stalin-posterUna parte de estos indeseables fue rehabilitada por Mijail Gorbachev por decreto del 13 de agosto de 1990, y dos días después eran reintegrados a su ciudadanía unos miles de disidentes que fueron privados de ella entre 1966 y 1988, por actos antisoviéticos (medida en la que se distinguió Leonid Breznev en su largo reinado: 1964-1982). Lo más maravilloso es que el desfacedor de entuertos quiso restablecer la justicia, que por lo visto no había existido hasta entonces en la patria del proletariado. Gorbachev tomó la precaución de limitar su magnanimidad a las víctimas habidas hasta el año 1950,  con lo cual se quería acreditar que los crímenes se circunscribieron a la época en que vivió Stalin, ardid descarado e inadmisible, pues la represión política se prosiguió hasta 1985.

Ahora, algunos empecinados del marxismo, con barba o sin ella, todavía pretenden mitigar tanta inhumanidad con argumentos falaces, por ejemplo: «la revolución bolchevique infundió una gran esperanza a las masas trabajadoras del mundo». ¿Y qué? Es un hecho indiscutible, pero también la creó la revolución de febrero de 1917, con la victoria de la Duma y del Soviet y la abdicación de Nicolás II, pronto destruida por el Gobierno provisional de Kerenski preocupado en no lesionar los intereses del capitalismo y despreciativo de todas las aspiraciones de la clase obrera. El golpe de Estado, el asalto al poder de octubre del mismo año, denominado posteriormente, por consenso, «Revolución de Octubre», que convirtió a Lenin en amo y señor de Rusia, no podía dejar de maravillar a los trabajadores de todo el mundo, sobre todo en el primer período en el que Lenin se consolidó con toda una serie de medidas y decretos revolucionarios, tales como la abolición de la propiedad territorial, la intervención de los obreros en la dirección de las fábricas, la expropiación de las órdenes religiosas en beneficio de los Soviets, etc., con lo cual quería dar la impresión al pueblo de que estaba dispuesto a cumplir las promesas de la revolución. Pero el entusiasmo lo despertó precisamente ese «mito revolucionario», no la realidad subsiguiente, la que fraguó Lenin con la creación de un poder absoluto, totalitario, y al que muy pronto señalaron socialistas y anarquistas como una traición a los postulados de emancipación obrera.

Y no se pase por alto el primer «argumento contundente» de Lenin, que fue la creación de la siniestra Checa a partir del 20 de diciembre de 1917, para defender la revolución, naturalmente, pero que en los procesos amañados de los años 1936 al 38, asesinó, precisamente, a los hombres de la revolución: Grigori Zinoviev, Lev Rosenfeld (conocido por Kamenev), Karl Radek, Yuri Piatakov, Nikolai Bujarin, Alexei Rykov, y… paro de contar. Y nadie podrá olvidar jamás la idea que tuvo Stalin de exportar esta justicia expeditiva a España durante la guerra civil. Todas esas víctimas tuvieron que ser reivindicadas posteriormente, pero como bien dice el refrán: al burro muerto, cebada al rabo.

No fue la revolución lo que defraudó, por supuesto, pero sí lo que hicieron con ella los bolcheviques, luego convertidos en comunistas. No fueron los soviets pluralistas los que la frustraron, sino su eliminación y sustitución por un poder unipartidista y autoritario hasta la médula; o la disolución, a punta de bayoneta, de la Asamblea Constituyente, que Lenin y su acólito León Trotski decidieron en 1918, émulos del general Pavía, que el tres de enero de 1874 envió la fuerza armada al Parlamento, y con cuatro tiros al aire disolvió las Cortes, liquidó la Primera República española, y propició la restauración de los Borbones.

Suscitar esperanzas no puede equipararse a un crimen, pero decepcionarlas inmediatamente, con alevosía y premeditación, sí.

Y… ¡por favor!, que cesen en sus alegatos a la ideología marxista aplicada, los últimos adoradores de tiranosaurios, que no nos inflen más con burdos sofismas como «los éxitos de ciertos planes quinquenales», la «reconstrucción de la posguerra», o la denominación de «errores» a lo que fueron lisa y llanamente crímenes. Si quieren reconstruir algo de lo mucho que arruinaron en el movimiento obrero mundial, que se apliquen en la búsqueda de todos los cargos que pueden ser imputados a los inventores de la patria del proletariado, con lo cual tendrán trabajo garantizado por mucho tiempo; y en su inventario que no se olviden de añadir, a los daños físicos, los morales, pues destrozaron las ilusiones, esperanzas y entusiasmos que anidaban en los corazones de millones de revolucionarios, quizá ilusos o despistados ante un espejismo de «revolución», pero sin duda de buena fe. Que estos exégetas y pseudohistoriadores confiesen ahora sus errores y su culpabilidad en el ayer, para poder encontrar un mañana más digno. Hoy nadie puede prestar oído al grupito de marxistas-leninistas-stalinistas irreductibles, que nos están largando otra serie de patrañas ni tan siquiera originales, ya que son las manidas de siempre. ¿Es qué acaso no han oído hablar de autocrítica? Es el mejor momento para hacerla ante la faz del mundo.

Las teorías de Lassalle y de Marx recomendaban a los trabajadores, sino como el ideal, al menos como el objetivo principal más próximo, la fundación del Estado popular que, según ellos, no sería más que «el proletariado elevado al rango de clase dominante».

En la teoría marxista se entiende, por gobierno del pueblo, un gobierno de un pequeño número de representantes elegidos por el pueblo, minoría dominante tanto más peligrosa cuanto que aparece como la expresión de la llamada voluntad del pueblo, con lo cual se llega siempre al mismo triste resultado, al gobierno de la inmensa mayoría de las masas del pueblo por la minoría privilegiada. Pero esta minoría, nos dicen los marxistas, será compuesta de trabajadores. Sí, de antiguos trabajadores, quizá, pero que en cuanto se conviertan en gobernantes o representantes del pueblo cesarán de ser trabajadores y considerarán el mundo trabajador desde su altura estatista; no representarán ya desde entonces al pueblo, sino a sí mismos y a sus pretensiones de querer gobernar al pueblo. El que quiera dudar de ello no sabe nada de la naturaleza humana. Mijail BAKUNIN (Estatismo y anarquía, 1873)

Publicado en Polémica, n.º 50, mayo 1992