Ignacio DE LLORENS
Los autócratas dan nombre y apellido al Estado. La asepsia represiva y el anonimato ceden el lugar al combate personal, a una suerte de duelo siempre desigual entre el súbdito díscolo y el gobernante. Los zares fueron los últimos monarcas con ínfulas divinas, y la «protección» que brindaron a sus gobernados pretendía ser patriarcal, mostrando sus debilidades al castigar con amor, para obtener el arrepentimiento.
Esta situación se ponía especialmente de relieve cuando los rebeldes pertenecían a familias bien, como fueron los casos de los decembristas y, posteriormente, el de Bakunin y Kropotkin.
Bakunin había renunciado a su carrera militar e iniciado conspiraciones y sublevaciones para derrocar monarquías e imperios. Detenido tras la fracasada sublevación de Dresde, en 1849, de la que había sido su principal impulsor, su cabeza fue pronto un preciado botín reclamado por los diversos estados a los que había hostigado. De este modo, con su detención se inicia un cautiverio por cárceles y mazmorras de diversos países que había de durar más de ocho años.
Los primeros tiempos
En un texto que Bakunin remitió a su amigo Alexandr Herzen como bosquejo de unas posteriores memorias que nunca llegó a escribir, se hace recuento de las vicisitudes carcelarias que tuvo que afrontar:
Detenido un año en Sajonia, primero en Dresde y luego en Konigstein, cerca de un año en Praga, casi cinco meses en Olmütz, completamente encadenado siempre, y en O lrnütz incluso clavado en la pared, fui posteriormente trasladado a Rusia.
Durante el peregrinaje por las mazmorras del imperio austro-húngaro, Bakunin había conocido el que iba a ser su mayor enemigo en el cautiverio: la soledad. Había pasado momentos de desolación, sufrido enfermedades y había llegado a desear la muerte antes que la soledad. Cuando se le permitió tener libros se dedicó al estudio de las matemáticas y de los idiomas, dos disciplinas para desentumecer las neuronas y mantener la agilidad mental. Pero fue perdiendo interés y capacidad de resistencia conforme el cerco de soledad se estrechaba. Como él mismo escribirá, prefería la muerte a «tener que llevar una existencia solitaria y absolutamente pasiva tras los barrotes de una prisión».
En su inicial etapa de encierro escribe el que será el primero de los tres textos que escribirá en su defensa. Se trataba de confeccionar, a requerimiento de su abogado, una suerte de «declaración política» que sirviera como base argumental para interponer un recurso para apelar contra la sentencia de pena de muerte. Bakunin se puso a la tarea con interés, conforme iba escribiendo el texto se iba entusiasmando. E.H. Carr, uno de sus biógrafos, comenta con ironía:
Se olvidó de la prisión, del proceso y de la sentencia y recobró su papel normal de propagandista político […] llegó a la conclusión de que la destrucción del imperio austríaco y el derrocamiento del zarismo eran condiciones indispensables para el triunfo de la libertad […] constituye quizás la apelación más peregrina que un hombre condenado a la pena de muerte haya jamás escrito.
Concedida la extradición a Rusia, Bakunin cerró el que sería su primer período de cautiverio y regresó a su tierra tras haber cumplido dos años de encierro. Había abandonado Rusia el otoño de 1840, cuando embarcó desde San Petersburgo rumbo a Alemania. Herzen relató su partida:
Mostré a Bakunin el aspecto lúgubre de Petersburgo y le cité aquellos versos magníficos de Pushkin en los que arroja las palabras como si fueran piedras, sin ligarlas entre sí, hablando de Petersburgo «ciudad espléndida, ciudad pobre, coaccionada, regular, gris y verde la cúpula del cielo… Aburrimiento, cierzo y granito» […] Todavía recuerdo su figura alta y enorme, envuelta en un abrigo negro y batida por una lluvia inexorable, de pie en el barco y saludándome por última vez con su sombrero mientras yo me hundía por una travesía.
Aquel joven inquieto que había impresionado a los miembros de su generación se había convertido en una figura conocida y temida en Europa y sus años de cautiverio empezaron a engendrar la leyenda.
Habían pasado más de diez años desde aquella noche en que se despidió de la capital zarista bajo la declamación de unos versos de Pushkin. Ahora regresaba esposado y custodiado por una docena de soldados. Así, el 11 de mayo de 1851 llegó a San Petersburgo y fue encerrado en la fortaleza de Pedro y Pablo, en el lugar denominado ravellín de San Alexis donde estuvo preso y fue ejecutado el zarevich Alexis por haber conspirado contra su padre Pedro El Grande.
En Rusia, Bakunin había sido juzgado y condenado en rebeldía a trabajos forzados en Siberia. Capturado el reo, era de esperar que se le aplicara la pena. Pero el autócrata, a la sazón Nicolás I, no quiso enviarlo directamente a Siberia, prefirió encerrarlo sine die en la fortaleza. Miembro de una familia importante, convertido en personaje político, la rebelión de Bakunin fue interpretada por el Zar como una suerte de desafección personal, así es que decidió suspender la sentencia, tenerlo cautivo en una mazmorra próxima y segura, en espera de la expiación de sus pecados, a mayor escarnio de la víctima y hasta su postración definitiva.
En las cárceles rusas
En el ravellín de San Alexis –que años después sería derribado y sustituido por una cárcel de nuevo cuño, donde cumplieron condena Kropotkin, Gorki, el hermano de Lenin entre otros ilustres– Bakunin fue empeorando física y anímicamente. Enfermó de escorbuto, se agudizaron todas sus dolencias y perdió las vagas esperanzas de recobrar la libertad. No obstante, su familia fue movilizándose para mejorar y aliviar su castigo. Sus hermanos pudieron visitarle y se le creó una expectativa: si escribía una completa confesión de sus actos tal vez el Zar se apiadara. Así es que Bakunin se avino a escribir la Confesión, que sólo sería conocida a partir de 1924, cuando los comunistas dieron con ella en los archivos zaristas.
Quede para otra ocasión el comentario de tan interesante texto. En la carta a Herzen ya citada, Bakunin se refería a ella en los siguientes términos:
«Dos meses después de mi llegada vino a verme el conde Orlov en nombre del monarca: «El soberano me ha enviado inmediatamente a verle y me ha ordenado que le diga que me escriba como un hijo espiritual escribe a un padre espiritual ¿Quiere usted escribirle?» Reflexioné un poco y me dije que ante un jurado, en un proceso público yo hubiera tenido que mantener mi papel hasta el final, pero que encerrado entre cuatro paredes a merced de un oso, podía sin vergüenza suavizar las formas; […] Después de agradecer con palabras educadas la atención del monarca añadí: «Señor, queréis que os escriba mi confesión, y naturalmente la escribiré; pero sabéis que en la confesión nadie debe confesar los pecados de los demás. Después de mi naufragio no me queda más que un sólo tesoro, el honor y el sentimiento de no haber traicionado a ninguno de los que confiaron en mí; en consecuencia no mencionaré a nadie.».
A Nicolás I le gustó mucho el texto, parece que lo leyó con interés y recomendó su lectura a sus adláteres, pero se negó a aliviar la suerte de un reo al que consideraba demasiado peligroso.
El Castillo de las llaves
El estallido de la guerra de Crimea contra los británicos hizo que se llegase a temer por la suerte de la capital del imperio, posible objetivo de la marina de guerra inglesa. Se trasladó a los presos, y a Bakunin se le destinó, en marzo de 1854, a la fortaleza de Schlusselburg, la cual se encuentra situada en un islote, en el lago Ladoga, justo donde inicia su curso el río Neva. Treinta kilómetros después el Neva llega a San Petersburgo, y en sus marismas se edificó la ciudad.
La fortaleza de Schlusselburg (Castillo de las llaves, en alemán) o Petrokrepost (fortaleza de Pedro, en ruso) tiene forma triangular y está rodeado de murallas. A lo largo de la historia ha hecho las veces de fortaleza militar y de cárcel. Su última entrada en la escena histórica tuvo lugar durante los años de la II guerra mundial, cuando servía de baluarte contra las tropas nazis que sitiaban Leningrado. Por el Ladoga helado pasaba el llamado «camino de la vida», una suerte de caravana que permitía introducir en la ciudad los víveres y medicamentos. Hoy la fortaleza es un museo, un lugar bonito y apenas concurrido.
Schlusselbur albergaba dos prisiones: una, donde fueron a dar buena parte de los miembros de Narodnaia Volia a fines del siglo pasado; y otra, la más antigua, llamada «Casa de los Secretos», de fama siniestra, que fue donde se trasladó a Bakunin. Esta última forma, de hecho, una fortaleza dentro de la fortaleza. Sita en una esquina de la isla, una segunda muralla la separa del resto del recinto, y por aquellos tiempos un canal, hoy desecado, aseguraba, a modo de foso, que resultase imposible la fuga. De hecho nunca nadie consiguió escapar. La Casa de los Secretos, con apenas una docena de celdas, era residencia reservada a la flor y nata de los reos, los más amados por el zar.
Hacia Siberia
En diciembre de 1855 moría el padre de Bakunin. A partir de entonces su madre volvió sus atenciones hacia el primogénito de sus vástagos, Mijail, con quien nunca había tenido buenas relaciones. Lo visitó en su nueva residencia penitenciaria, y el lamentable aspecto físico y penoso estado anímico de su otrora díscolo hijo la enterneció. Decidió dedicar sus energías por entero a conseguir aliviarle el cautiverio, removiendo influencias e intercediendo por su hijo en altas instancias.
Alejandro II sucedió a Nicolás I, y Bakunin reavivó el rescoldo de la esperanza:
Se produjo la coronación, la amnistía. Alexandr Nikolaevitch, con su propia mano, me tachó de la lista que le habían preparado; y cuando al cabo de un mes mi madre le imploró que me concediera la libertad, él contestó: «Sepa, señora, que mientras viva su hijo jamás podrá estar libre». Luego, me comprometí con mi hermano Alexei, que había venido a verme, a ser paciente todavía un mes más, transcurrido el cual, si no había recobrado la libertad él me había prometido llevarme veneno.
Aunque el Zar parecía inconmovible, diversas maniobras, antes de que venciera el plazo para que Bakunin decidiera ejecutar el suicidio, consiguieron arrancarle una concesión: el reo tenía que escribir una nueva confesión. Bakunin hizo una versión resumida de la anterior y mantuvo su empeño de no incluir delación ni comprometer a terceros. En esta ocasión surtió efecto. El zar se avino a proponer al preso la opción de salir desterrado a Siberia, donde seguiría cumpliendo la condena. Bakunin no lo dudó. Quedarse en la fortaleza equivalía al suicidio. Siberia era la vida.
Así, el 8 de marzo de 1857, a la edad de 43 años, Bakunin salía de la Casa de los Secretos rumbo a Siberia. La experiencia carcelaria había sido terrible, le había conducido al umbral del suicidio, había tenido que humillarse, pero le parecía haber salvado su honor al no delatar a nadie. Finalmente la Confesión y sus apéndices eran una especie de duelo dialéctico con el Zar y acabó siendo efectiva. Pero Bakunin creyó también salvaguardar su honor permaneciendo fiel a sus convicciones y manteniendo el mismo impulso para la acción, el mismo deseo de combate que iba a caracterizarle de por vida. En una de las cartas que subrepticiamente consiguió entregarle a su hermana Tatiana cuenta cómo
«la prisión no ha cambiado nada mis antiguos sentimientos; por el contrario, los ha vuelto más ardientes, más decididos, más absolutos que nunca; a partir de ahora todo lo que me queda de vida se resume en una sola palabra: Libertad».
Una vez en Siberia, Bakunin recobró parte de su maltrecha salud. Pronto empezó a idear planes y conspiraciones. Se casó con una joven y hermosa polaca y consiguió escaparse cruzando las vastedades de la taiga y embarcando vía Japón hacia Estados Unidos.
La noticia de su liberación llegó a Europa a mayor gloria de Bakunin. La noche del 27 de diciembre de 1861 Alexandr Herzen recibió una visita en su casa londinense, su esposa Natalia lo relató con emoción:
Se oyó una violenta llamada de la campanilla; Jules se precipitó hacia la puerta de entrada y al cabo de un momento regresó acompañado por un visitante. Era Mijail Alexandrovich Bakunin. […] Era de estatura muy elevada, tenía rasgos expresivos y aspecto inteligente […] Al ver a Bakunin todo el mundo se puso de pie. Los hombres le abrazaron […] No está nada bien estar en cama. Tiene usted que reponerse –me dijo animado–, hay que actuar en lugar de estar tumbado. Bakunin se sentó a la mesa con los demás. La cena fue muy animada.
Publicado en Polémica, n.º 61, mayo 1996