Ignacio DE LLORENS
Hubo un tiempo, no hace mucho, en que París era, seguía siendo, una ciudad habitada por Maitres Penseurs, mentores de masas, cabezas pensantes. Ya es sabido que París es la capital de la moda. Esos pensadores tenían todos nombre de estación de metro. En ningún otro sitio se ha sabido hacer del intelectual una estrella con glamour.
Hace veinte años, pues, brillaban en esa constelación estrellas rutilantes, otras que resultaron ser fugaces y algunas se fueron apagando. Sartre y Barthes murieron, pero quedaban otros. Foucault dictaba cursos en el College de France todos los miércoles por la mañana; había que llegar varias horas antes para coger sitio y evitar acabar tumbado en el pasillo. Deleuze arrastraba su frágil figura hacia el bosque de Vincennes. Allí, en aquella universidad que más parecía una carpa, reducto del mayo del 68, impartía clases sobre el pensamiento nómada. El aula repleta, alumnos sentados en el dintel de las ventanas, las mesas llenas de cassettes. Al autor del Antiedipo le costaba trabajo encontrar sitio para acomodar su sombrero. Y Chatelet, vestido con un sempiterno chaquetón negro, ejercía su apostolado sobre la historia de la Philó con soltura. Por aquellos días quien más quien menos aspiraba a ser psicoanalizado por Lacan.
Si uno se entretenía mirando las listas de profesores de la Sorbonne, le parecía estar leyendo el catálogo de Alianza de bolsillo. Y si los paseos le conducían al Reaubourg se podía asistir cada día a debates sobre no se sabe qué con la presencia de algún joven valor de la literatura hispanoamericana que interpretaba la Odisea en clave de realismo mágico.
Había pensadores solitarios, cuya presencia gravitaba en el ambiente, como Ciorán o Jankilevitch.
Y también estaba Derrida, que jugaba a la petanca.
En ese París se había colado de rondón un meteco ateniense, valga la paradoja, llamado Cornelius Castoriadis.
Del marxismo a la revolución
Habiendo partido del marxismo revolucionario, hemos llegado al punto en el que había que elegir entre seguir siendo marxistas o seguir siendo revolucionarios
Nacido en Constantinopla en 1922, de padres griegos, pasó su infancia y juventud en Atenas. Con precocidad encomiable a estudiar filosofía a los doce años, y poco tiempo después inició su militancia política en las filas del Partido Comunista griego. Vivió los duros momentos de la lucha clandestina contra el dictador de turno y a la vez contra las propias prácticas criminales puestas en marcha por su partido. Logró salvar la piel y se exilió en París, donde acabó sus estudios en Derecho, Filosofía y Económicas.
Rara avis en el mundo intelectual parisino, Castoriadis representaba el final de la figura del «revolucionario», pues en el occidente liberal capitalista, el ciudadano comprometido ya no era el conspirador de terraza de boulevar, sino el progre de película de arte y ensayo, cuya última transformación es la del «políticamente correcto» de nuestros días. Por entonces los «revolucionarios», casi siempre originarios de países atrasados (Grecia, Portugal, España…) tenían ya un cierto aire trasnochado. Por más que la obra de Castoriadis es de una profundidad y rigor extraordinarios y de difícil parangón en nuestra época, nunca halló el eco ni obtuvo el tratamiento glamuroso de otros, y lo que fue un cierto «ninguneo» acabó convirtiéndose en un elogioso homenaje.
Castoriadis empezó a pensar la política desde el marxismo y fundó (1949-1966) el grupo de debate Socialismo o Barbarie y la revista del mismo nombre. Durante estos años llevará a cabo un pormenorizado análisis crítico del marxismo a todos los niveles. El socialismo que se presentaba contra la barbarie no podía ser de corte marxista, debía recuperar la tradición de la autoemancipación y evitar crear nuevas jerarquías y doctrinas. La pretensión de infalibilidad científica de Marx convierte su pensamiento en una suerte de ideología por encima de los hombres y de la historia (contradicción flagrante con respecto a la motivación inicial del autor de El Capital) que acaba sojuzgando a los pueblos.
«Si hay una teoría verdadera de la historia, si hay una racionalidad funcionando en las cosas, está claro que la dirección del desarrollo debe ser confiada a los especialistas es esta teoría, a los técnicos de esa racionalidad. El poder absoluto del Partido –y en el Partido, unos «corifeos de la ciencia marxista-leninista», según la admirable expresión forjada por Stalin para su propio uso– tiene un estatuto filosófico […]. Si esta concepción es verdadera, este poder debe ser absoluto, toda democracia no es más que una concesión a la falibilidad humana de los dirigentes o procedimiento pedagógico del que ellos solos pueden administrar las dosis correctas. La alternativa es en efecto absoluta. O bien esta concepción es verdadera –y por tanto es definitivo lo que hay que hacer– y lo que los trabajadores hacen no vale más que en la medida en que se conformen con ello (no es la teoría lo que podría encontrarse confirmada o negada, pues el criterio está en ella, sino que son los trabajadores los que muestran si se han elevado o no a la conciencia de sus intereses históricos actuando conforme a las órdenes que hacen que la teoría se concrete en las circunstancias); o bien la actividad de la masa es un factor autónomo histórico y creador, en cuyo caso toda concepción teórica no puede ser más que un eslabón en el largo proceso de realización del proyecto revolucionario».
El marxismo, pues, finalmente servirá para crear una nueva ideología extrahistórica cuya aplicación a cargo de los conocedores y detentadores de la misma es de obligada exigencia. La rebelión contra el marxismo, ese «horizonte del pensamiento» como dirá Sartre en uno de sus acostumbrados oráculos, supondrá la rebelión contra la historia, es decir, contra la humanidad. La máquina totalitaria se pone en marcha en octubre del 17 y genera esas sociedades cerradas, represivas, delirantes al servicio de una nueva clase dirigente, la burocracia, y paulatinamente se irá convirtiendo, según el análisis afilado de Castoriadis, en un régimen de estratocracia (estratos: ejército), cuyo móvil será la dominación mundial.
Hacia la autonomía
Pero la crítica al marxismo y a los modelos de aplicación política que ha engendrado no supone para Castoriadis, a diferencia de tantos otros autores provenientes del marxismo y que han roto con él –tal el caso de Agnes Heller o Leszek Kolakowski–, una entrega de la tradición socialista a Wall Street, a la socialdemocracia, al Comité Olímpico y a la televisión. También en el occidente liberal hay una burocracia tecnocrática que ejerce su dominio y ostenta privilegios. El socialismo que se opone a la barbarie lo hace ante los diversos rostros de la misma. Ese socialismo desembocará en la autogestión social radical, en torno a la cual puede articularse el proyecto de autonomía de los hombres.
En efecto, frente a las diversas formas de heteronomía, en las que los hombres son gobernados, vividos, el proyecto de autonomía apunta a una noción de humanidad donde los hombres controlen sus propias vidas, sean los protagonistas de sus decursos vitales.
La elaboración rigurosa, detallada, pormenorizada de las implicaciones de un proyecto social autogestionario y autonómico han sido desarrolladas de forma magistral y sugerente por Castoriadis.
Rechazando las ideologías heterónomas, la historia es concebida como el ámbito de la creación humana, la cual se da y no puede dejar de darse mediante la capacidad de los pueblos en aplicar la imaginación radical creando significaciones con las que habitar y colonizar la vida. Las instituciones sociales que se han ido creando provienen de ese imaginario radical instituyente. No obstante, los instituido, la institución dada, tiende a negar su origen, la capacidad instituyente de la que proviene, instaurándose para perdurar y evitar su desaparición. Las sociedades instituidas tienden a negar su origen, esa fuerza matriz de lo humano, de la cultura, la imaginación creadora. También en el ámbito de las significaciones lo que Castoriadis denominará el magma, las ideas tenderán a presentarse como inamovibles.
No obstante, el reconocimiento de que la sociedad es fruto de la imaginación de los hombres, unido a la aceptación de este origen humano se dio en la Atenas clásica, cuando los hombres, huérfanos de dioses, se dan a sí mismos sus leyes, que como tales son aceptadas. Es el ejemplo de sociedad autónoma que, salvando las circunstancias históricas, puede servir como espejo para ver la encarnación de un proyecto autogestionario frente a la barbarie.
El inconsciente indómito
El hombre no es un animal racional, como afirma el antiguo tópico. Tampoco es un animal enfermo. El hombre es un animal loco (que comienza por ser loco) y que precisamente por ello llega a ser o puede llegar a ser racional
Para completar, desde el lado del sujeto, el análisis de lo social histórico, Castoriadis se vuelca en el estudio de la obra de Freud, quien había descubierto ese continente sumergido, el inconsciente, y había intentado encontrar una lógica que lo explicara. De modo que a partir de 1970 el filósofo de la autonomía y de la autogestión desmenuzará la teoría analítica para descubrir los impulsos irreductibles en lo social que componen el elemento psíquico y, con el rigor que le caracteriza, se dedica a la práctica de la terapia del diván.
Menos fatalista que Freud, Castoriadis verá en la práctica psicoanalítica no sólo una terapia que haga de la «miseria neurótica una desdicha banal» sino, fundamentalmente, la posibilidad de que el sujeto, por vía de la autocomprensión de su contenido psíquico (ayudado por el psicoanalista) consiga desembarazarse de los que lastra y emerja a la posibilidad de asumir su propio devenir, de regir sus impulsos: «aceptar la muerte de aquel que ha sido para ser otra persona». En el fin del proceso psicoanalítico aparece de nuevo el horizonte de la autonomía.
Sin embargo, el sentido del inconsciente que se manifiesta de forma preeminente en los sueños, no puede ser aprehendido por una lógica, queda siempre lo irreductible e inacabado que constituye el núcleo fundamental del inconsciente, «producto y manifestación continua de la imaginación radical, su modo de ser es el de un magma». El análisis de Castoriadis se opondrá a las interpretaciones positivistas y estructuralistas que han establecido una aceptación apresurada y precaria para ocultar la instancia última del inconsciente.
Las diversas construcciones sociales, instituciones, fabrican un inconsciente en el individuo que resulta ser una imposición, un intento de colonizar la psique para que el individuo interiorice como prisión propia e innata el mandato de dominio de la institución. Pero permanece siempre un sustrato insondable, impermeable a la institución social, el inconsciente originario y radical que irá emergiendo en los diversos procesos psíquicos. El psicoanálisis consistirá, pues, en facilitar a los individuos el acceso al control consciente de su inconsciente, reconociendo sus pulsiones y aquello que la institución social ha hecho con ellas. Entonces el individuo podrá establecer su propio criterio su auto-nomos y desembocar en la autonomía colectiva de una sociedad instituida como autoconsciente.
Castoriadis trazó el camino claro y bien fundado entre la espesura del bosque del poder, que llama realidad a su dominio y condena por imposible aquello que justamente le hizo nacer, la capacidad del imaginario radical de la humanidad para dotarse de las formas adecuadas de vida social.
El 26 de diciembre 1997 murió Castoriadis, sin embargo, la lápida bajo la que el poder ha querido enterrar sus propias raíces ha sido resquebrajada y movida por ese filósofo ateniense, que supo vivir en el ágora de la Atenas de la democracia directa. Esa ha sido su gran tarea: sublevar la imaginación creadora, la forja de los sueños populares.
Publicado en Polémica, n.º 66, junio de 1998
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